El primer acto involuntario y el más relevante de nuestras vidas es nacer. Esa primera luz que nos aguarda tras un tránsito traumático, desde la placidez amniótica hasta la dura realidad, es el primer indicio de la sustancia de nuestra vida. Lo importante debería ser nacer, pero desde que evolucionamos a sapiens lo importante es dónde se nace. En la parte confortable o en la pisoteada del mundo; en un barrio lustroso o en el arrabal; de unos buenos padres o de unos infames; o enfermos; o incapaces. Justo hay ahora en España una vibración histórica por el lugar en el que han nacido unos y no lo han hecho otros, porque el lugar en el que se nace es un acto de identidad que nos determina tanto como la biología, pero también una evidencia de que la lucha de clases debería ser obligatoria.
Hoy, el lugar en el que tu madre te pare lo indica la seguridad médica. En sentido estricto, todos los gallegos que llegan al mundo lo hacen en un puñado de sitios, descartados ya aquellos partos en casa que tantas bajas se cobraban. Desde hace unos días, nadie volverá a nacer tampoco en Monterrei. Las preñadas de un territorio sacrificado por la modernidad trasladarán sus tripas a Ourense tras el cierre administrativo de la maternidad de Verín por incomparecencia de recién nacidos, según justificación oficial.
Nada podía ser más simbólico que esta clausura que tiene la textura de la resignación y el conformismo, con la política aceptando que somos más de morir que de nacer en una escalada tozuda hacia la irrelevancia y la desaparición. Por eso la protesta de Verín es un acto poético de esa Galicia borrosa a la que no todos han renunciado.
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