Juan Carlos Escudier
De las muchas cosas buenas que tiene nuestra Justicia una es que no se deja influir por los indicios –a veces, ni por las evidencias- y otra, que defiende a capa y espada la presunción de inocencia, llámese el encausado López o Franco, por citar solo un par de apellidos. Eso proporciona mucha confianza a la ciudadanía porque la vida está llena de vericuetos y nadie te asegura que un buen día no te verás envuelto en un proceso del que no te libraría ni el ángel de la guarda. Es en esos momentos cuando se aprecian las bondades de nuestro sistema de garantías.
A cualquiera ha podido ocurrirle. Un coche circula sin luces y en dirección contraria. Cuando la Guardia Civil le da el alto emprende la fuga y, tras una persecución de 30 kilómetros, logra ser detenido. En ese momento, uno de los ocupantes se baja y encañona a los uniformados. El otro da marcha atrás y se empotra contra el vehículo de la Guardia Civil. Te llamas López, el coche está a tu nombre y uno de los agentes te reconoce como la persona que ibas al volante. ¿Condenado? Ni de broma. La prueba de cargo no es suficiente y te asiste la presunción de inocencia.
Ricemos el rizo. Te sigues llamando López. Tienes en una de tus propiedades dos joyas del románico desde los años 50. Un Ayuntamiento te demanda. Presenta documentos históricos que prueban que las adquirió y tú alegas que tus abuelos las compraron a un anticuario, pero ni sabes su nombre ni puedes esgrimir factura. Las estatuas estaban un día en el vestíbulo del Consistorio, y al día siguiente en el pazo de tu familia. ¿Tendrá que devolver López las piezas? Ni por el forro. Son suyas porque las tiene en su casa y como el Ayuntamiento no aprobó en pleno dónde las ubicaría administrativamente no puede demostrar que sean de su propiedad. Es más, el delito, de haber existido estaría prescrito, y hasta puede que las estatuas no sean las mismas porque vete tú a saber si al maestro Mateo se le fue la mano y duplicó a Abraham y a Isaac por si alguno se le caía a los obreros cuando levantaban el Pórtico de la Gloria, que ya en el siglo XII eran tan manazas como ahora.
Aunque se diga que el apellido pesa mucho, la Justicia lleva muy apretada la venda y no ve un carajo. Si lo anterior le hubiera sucedido a un Franco habría habido suspicacias por el simple hecho de que su estirpe se hizo rica por los expolios de su antepasado dictador y por esa manía familiar de quedarse con lo que se les antojaba, fuera una estatua o unos collares, y hacerse de paso un colchoncito en Suiza, que con los contubernios judeomasónicos nunca se puede estar seguro.
De hecho, en el caso de las estatuas del Pórtico de la Gloria, un Franco lo hubiera tenido más difícil ya que la propia alegación de que adquirió las piezas habría resultado sospechosa. Los abuelitos no eran de comprar sino más bien de incautar, más de ordenar regalos o de imponer suscripciones populares que de pasar por caja. Pero nada de lo anterior habría influido lo más mínimo ante los Tribunales de nuestra joven democracia porque la ley es igual para todos.
López puede estar tranquilo. Aquí el Estado de Derecho no considera que lo vendido bajo coacción –cuánto más lo regalado- equivale a una confiscación y, además, puede seguir libre y conduciendo, pese a que un guardia civil le reconozca en el escenario de un delito. In dubio pro López, claro que sí.
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