mércores, 11 de decembro de 2019

El nefasto papel de la iglesia en la historia de España




PEDRO LUIS ANGOSTO

Decía Estrabón que España era un país lleno de árboles y de vegas fértiles que siempre había atraído a otros pueblos por su riqueza, clima y la afabilidad de sus habitantes. Antes de que la Iglesia Católica se hiciese con las riendas del poder en todos los territorios peninsulares, griegos, fenicios, cartagineses, romanos, bizantinos, godos y musulmanes encontraron aquí no sólo un lugar para comerciar, sino también para vivir durante siglos. La ambición de los reyes de Castilla y Aragón, emparentados desde el principio de los tiempos, les llevó a iniciar una larguísima campaña, cruz en mano, para expulsar a los herejes musulmanes que habían ocupado casi todo el país creando uno de los periodos más fértiles de la historia medieval de Europa: El Califato de Córdoba. Mientras los reyes de Castilla y Aragón se consumían en rezos y batallas, en reprimir a sus súbditos para construir Iglesias y financiar sus guerras, mientras la mayoría de ellos apenas sabían leer ni escribir, en Córdoba había una biblioteca con medio millón de ejemplares en los que se recogía todo el saber clásico abandonado por los cristianos durante todo ese tiempo de oscuridad que fue el medievo en Europa.
Los reyes utilizaron la religión como instrumento de poder, la Iglesia utilizó a los reyes para conformar la mentalidad del pueblo a su imagen y semejanza. No escapó a ello ningún territorio peninsular, todos compitiendo por la santidad, por estar a la derecha del Padre, que era lo que de verdad daba bienestar en la vida terrenal. Al contrario que en otros países de nuestro entorno, aquí no calaron las reformas protestantes, siendo segadas de raíz cuando de la mano del Obispo Carranza  y los iluminados, entre los que estaban los hermanos Valdés, asesores de Carlos I, comenzaban a prender. El Concilio de Trento, financiado y defendido en buena parte por la monarquía española de  Carlos I y Felipe II, abrió una grieta entre España y el resto de Europa que todavía no se ha cerrado. España se desangró en defender el catolicismo de los Habsburgo y de los romanos, se consumió en ello, llegando en su entrega a la causa pontifical a crear un pensamiento único del que apenas lograron escapar los escritores de novela picaresca, Cervantes, Velázquez, Joan Timoneda y poco más. 
¿Hasta cuándo vamos a consentir que una creencia, absolutamente respetable, que no debe salir del interior del creyente siga marcando negativamente nuestras vida y nuestra historia?

Decía Manuel Azaña, en su célebre discurso en defensa del artículo 26 de la Constitución de 1931, que España había dejado de ser católica porque ya el pensamiento católico apenas aportaba nada al país, reconociendo que durante los siglos XVI y XVII había impregnado todas las ramas del saber y del arte. Y es cierto, desde la literatura hasta la pintura, desde las Matemáticas al Derecho, pero, ¿fue aquello algo positivo para el país? Indudablemente, no. Felipe II, un rey inteligente pero fanatizado en la defensa del catolicismo de Trento, ordenó a Benito Arias Montano que recogiese para la Biblioteca de El Escorial cuantos manuscritos, incunables, tratados y libros hubiese de cualquier rama del saber en su idioma original. Logró formar una de las bibliotecas más maravillosas de la historia, pero la mayoría de los libros venidos de fuera sólo podían ser consultados por él y por sus autorizados. Estaban todos los libros prohibidos, pero también estaba prohibida su difusión por cualquier vía. Se llamó al siglo XVII el de oro de las artes y las letras, y en verdad lo hubiera sido de no haber tenido la Iglesia Católica el poder omnímodo que tenía.
Observando hace unos días un lienzo maravilloso de Bartolomé Esteban Murillo -Las bodas de Caná, para mí una obra cumbre de la pintura universal- me dio por pensar lo que habrían podido haber creado autores como el propio Murillo, Zurbarán, Blas de Prado, Carreño, Valdés Leal, Coello, Berruguete, De Juni, Forment, Vigarny,  Ribera, Lope de Vega, Tirso, Zayas o Calderón si hubiesen contado con un mínimo de libertad y una clientela que no fuese casi exclusivamente eclesiástica. Lo mismo sucede con el Derecho, la Economía o la Ciencia, que si bien partieron de buena cuna durante el siglo XVI con la Escuela de Salamanca y los arbirtristas, con Miguel Servet, Arias Montano, Blasco de Garay, Tomás Mercado, Martín de Azpilicueta, Soto, Suárez o Vitoria, pronto sus seguidores pudieron comprobar que no había nada más allá del dogma católico. El espíritu de la Contrarreforma, la riqueza que había adquirido la Iglesia gracias a los impuestos regalados por la monarquía, el control del pensamiento que ejercía en toda la población del país por la represión, la imaginería sanguinaria, los sermones y la hoguera fueron creando a través de los siglos una mentalidad popular refractaria a la innovación y al progreso.
Pasados los años, pasados los siglos, con una España en decadencia absoluta, llegaron los nuevos aires de la Ilustración y prendieron moderadamente en nuestro país contra la doctrina apostólica y romana. Por un momento, parecimos volver al río europeo del que nos había arrancado la Iglesia. Luego vinieron las revoluciones liberales, la mayoría de los ilustrados regresaron al lugar que mandaba Dios, y la Iglesia se puso definitivamente del lado de la reacción, defendiendo a Fernando VII y a sus descendientes, excomulgando a los liberales, a los progresistas, a los demócratas, a los socialistas, a los librepensadores, a todos los que no comulgasen con ruedas de molino y no estuviesen dispuestos a hincar la rodilla ante el altar y su representante en la tierra. Al lado de reyes felones, catastróficos, subnormales, malos, incapaces, siempre estuvo la Iglesia Católica dispuesta a  defender sus riquezas en la tierra antes que las de la vida eterna, puesto que eran una misma cosa. 
En periodos de lucidez, con la enemiga del clero, se hicieron desamortizaciones, pero tan desafortunadamente que apenas sirvieron para dinamizar la riqueza del país como era su propósito, sino para crear nuevos rentistas y diezmar el patrimonio artístico del país: La burguesía era muy débil, y siempre pretendió poner un escudo en su mesa. Las guerras carlistas, auspiciadas en buena medida por el clero, quisieron ser un retorno al pasado, al medievo, a aquella arcadia feliz del Dios, Paria, Fueros, Rey. Llenaron las tierras de sangre defendiendo la antigüedad, la tradición del arriba y abajo. Ganaron los buenos y perdonaron, incapaces de poner fin a la Edad Media. Luego, más tarde, la cuarta guerra carlista, la última, la de Franco y el fascismo nacional-católico, la única que ganaron gracias, entre otras muchas razones, al apoyo incondicional de la jeraquía católica española e internacional. Fueron católicos como Gomá, Pla y Deniel, Garay, Tusquets y Escrivá de Balaguer, quienes, en buena medida, dieron armazón ideológico y justificación al franquismo y a su brutal exterminio ideológico.
Hoy, después de cuarenta años de democracia, no hemos sido capaces de librarnos de ese lastre medieval, todavía la Iglesia está en la base del conflicto territorial, todavía lanza exabruptos contra cualquier ley que amplíe derechos y libertades, sigue recibiendo miles de millones de euros para adoctrinar a niños, adolescentes y jóvenes, apoya a partidos reaccionarios, llena las calles de imágenes ensangrentadas y cucuruchos, manda en las fiestas de los pueblos y condiciona el desenvolvimiento en libertad y progreso del pueblo español. ¿Hasta cuándo vamos a consentir que una creencia, absolutamente respetable, que no debe salir del interior del creyente siga marcando negativamente nuestras vida y nuestra historia?

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