La magnífica exposición de grabados inaugurada en el Prado se resiente de un absurdo enfoque editorial que convierte al artista en enemigo de la tauromaquia
Grabado de 'La tauromaquia', de Francisco de Goya.
RUBÉN AMÓN
Los conservadores Mena y Matilla conocen mejor a Francisco de Goya de cuanto lo hacía su propio jardinero. Sostenía el viejo don Isidro que el huraño maestro incurría en dos hábitos incorregibles, “la afición a los toros y a las hijas de Eva”, pero los expertos del Prado han concluido que Goya era antitaurino y homosexual. Y puede que vegano, hipster, boomer y millenial.
Viene a cuento el sarcasmo porque la formidable exposición inaugurada en el museo madrileño -un millar de dibujos en el contexto del bicentenario de la institución- se resiente de la línea editorial del comisariado. Tanto José Manuel Matilla como Manuela Mena se han propuesto someter a Goya al estrés y convenciones de las expectativas contemporáneas. Y han desfigurado la devoción del artista a la tauromaquia, hasta el extremo de convertirlo en un arbitrario precursor del PACMA.
Se conocía a Goya como “don Francisco de los toros”. Y se convirtió en el exégeta de un arte emergente, no ya por la plasticidad del acontecimiento y por la dialéctica irresistible del erotismo y la muerte, sino porque la noción decimonónica del arte tanto aludía a la dimensión de la estética como involucraba prosaicamente el conjunto de reglas para llegar a un fin. El arte de coser. El arte de nadar. El arte de cocinar. El arte de torear.
La tauromaquia estaba fijando las suyas -sus reglas- con las apariciones de las primeras tauromaquias. Pedro Romero, Costillares y Pepe-Hillo habían formulado sus cánones, sistematizado las normas, los lances, las técnicas pero fue Goya quien los trasladó a una realidad ilustrada. Porque los toros surgieron en la Ilustración. Y porque las litografías y los dibujos “ilustraban” las suertes que empezaban a consolidarse en el ruedo. Expone el Prado la maravilla del salto de la garrocha, igual que aloja el quite de un torero embozado en su capote.
Son ejemplos inequívocos de una afición que Goya cultivó de joven -él mismo se autorretrata en el cartón para el tapiz de 'La novillada'- y que conservó en la ancianidad. Recluido en Burdeos, Don Francisco el de los toros pintaba para sí mismo escenas y episodios de la tauromaquia.
Y no es que reniegue de su truculencia ni de su ferocidad, pero la mirada del urbanita-mascotero al que pueden escandalizar los toros incurre en el mismo problema de descontextualización en que se han relamido las opiniones extravagantes de Mena y Matilla. La sociedad era cruenta. La muerte se olía y se veía. Y la tauromaquia representaba un camino revolucionario, no solo como un arte extremo, sino como una rebelión popular a la que se adhirió el pincel de Goya.
La tauromaquia representaba un camino revolucionario, no solo como arte extremo, sino como rebelión popular a la que se adhirió Goya
Rebelión popular quiere decir que el torero moderno suplantó al aristócrata en la jerarquía del espectáculo. Estaba reservada a la monarquía y a la nobleza la lidia ecuestre de las reses, el sacrificio de los toros como ritual de celebración -bodas, victorias militares, nacimientos- pero los siervos de a pie, los palafreneros, fueron asumiendo tantos riesgos como protagonismo. Y terminaron convirtiéndose en el contrapoder de los señoritos, hasta el extremo de reclamar para sí una indumentaria que los distinguiera como héroes. Todavía hoy se celebran las corridas goyescas. Ninguna tan genuina como la de Ronda ni tan elocuente en el agradecimiento al influjo estético y ético del patriarca aragonés. Escribía el biógrafo francés Laurent Matheron en 1858 que “de todos los espectáculos de su país, el que más le entusiasmaba a Goya eran las corridas de toros, a las cuales no dejaba de asistir nunca el pintor, presentándose, según su costumbre, con su más rico vestido de majo. Los toreros le querían, llamándole el ilustre Goya y aceptaban unánimemente sus decisiones”.
No parece encajar este perfil con el adjetivo ideológico y contemporáneo de antitaurino. Es verdad que Goya fue íntimo amigo de Pepe-Hillo. Y que le traumatizó la muerte del matador en 1801, pero el luto que sobrevino después no se explica desde la conversión al antitaurinismo, sino desde el estremecimiento y el desasosiego. A Goya se le había muerto un compadre. Y la forma de vengarlo no consistió en abjurar de la tauromaquia, sino en ensombrecerse. Es verdad que retrata a un público feroz y despiadado. Y que plasma escenas de brutal expresionismo, pero no porque discuta el toreo emergente, sino porque expone las entrañas de la sociedad celtibérica en su pulsión cainita y depredadora. Los toros forman parte de la sociedad. Carece de sentido extirparlos. Y tratarlos como un argumento sensacionalista para complacer unos vistosos titulares de prensa.
Pronto descubriremos que Goya no era aragonés, sino apache. O que no era pintor. Manuela Mena ya se ocupó de descatalogar 'El Coloso' o 'El Gigante' como una obra suya, de manera que ahora también le ha sustraído del trono de la tauromaquia. No la amaba. La aborrecía.
Es el porvenir que le esperan a Picasso y a Barceló, tan entusiastas como Goya del arte de torear, pero expuestos a la originalidad y al narcisismo competitivo con que los comisarios subordinan las obligaciones académicas al objetivo de la gloria efímera.
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