Los que aman la Constitución pero no la leen mucho ya dan por hecho un referéndum sobre la autodeterminación y ven los pedazos de España esparcidos por La Castellana, ignorando las garantías de nuestro Estado de derecho
Santiago Abascal y Pablo Casado, en el Congreso.
Esther Palomera
Uno se asoma a las redes o las televisiones y el odio es inextinguible. Nada distinto de lo que ofrece el panorama político. La desconfianza, el fanatismo y la hostilidad lo copan todo. No hay espacio para la pluralidad de pensamiento, mucho menos para la discrepancia pacífica o la tolerancia. O se está a favor de Pedro Sánchez o se está virulentamente en contra hasta llegar a pedir para él la horca, como ha llegado a escribir un concejal de Vox que desea ver al candidato socialista como a Mussolini: "Muerto y colgado por los pies".
No hay medias tintas ni concesiones al beneficio de la duda. Todo es felonía o traición y, cuando no, el patriotismo ramplón de las derechas se da golpes de pecho y pena en cada tuit por el dolor que le produce una España en la que solo caben ellos, sus banderas y sus himnos. El pensamiento y el análisis han quedado reducidos al simplismo de la consigna política que repiten como loros las hinchadas respectivas.
Así llegamos a una sesión de investidura ¿agónica? Sí, pero que tampoco ofrece algo distinto a otras que le precedieron en el tiempo, más que un Parlamento más fraccionado que nunca y una crisis territorial que nadie ha sabido o querido afrontar jamás con valentía por aquello de que primero es uno, luego las siglas y ya después si eso, el país y los problemas colectivos. Esto no quiere decir ni mucho menos que Sánchez no piense en sí mismo. Lo ha hecho desde el primer día que entró en política y lo sigue haciendo. Por eso cerró en 48 horas un pacto con Iglesias que semanas antes rechazaba y por eso ha acordado, pese a haberlos demonizado hasta la saciedad, con los republicanos de Junqueras. Ha incumplido su palabra de explicar con detalle ante la opinión pública el contenido de los acuerdos; ha ignorado a los órganos internos de su partido y ha despreciado a la prensa como depositaria de un derecho constitucional que le delegaron los ciudadanos a través de la Carta Magna.
Todo eso es cierto, pero no que Sánchez sea el único político que piensa en sí mismo. ¿Acaso la posición de Casado hubiera sido la misma en estos meses si no sintiera que con el aliento de Vox en su cogote peligra su liderazgo en el PP? ¿O quizá cuando Arrimadas preguntó al candidato del PSOE en su última reunión si le hubiera dado a Ciudadanos algún ministerio si en julio hubiera apoyado su investidura estaba pensando en "Felisuco"?
A este país le ha llevado diez años reconocer la existencia de un "conflicto político" con Catalunya como si decir conflicto fuera algo distinto a dar por hecho que había un problema pendiente de resolver. Lo contrario se llama indolencia, y de aquellos polvos que dejó la derecha por su haraganería o incompetencia, estos lodos.
Sánchez ha firmado un pacto con ERC tan ambiguo en su literalidad que sirve para defender una cosa y su contraria. A los republicanos, para decir que la Constitución no será ningún tope para la negociación entre Gobiernos y a los socialistas, para sostener que nada ni nadie se saldrá del marco del ordenamiento jurídico vigente.
El texto recoge la posibilidad de que "las medidas en que se materialicen los acuerdos serán sometidas en su caso a la ciudadanía de Catalunya, de acuerdo con los mecanismos previstos o que puedan preverse en el marco del sistema jurídico-político". Y la derecha mediática y política, que ama la Constitución pero no la lee mucho, ya da por hecho un referéndum sobre la autodeterminación. Es razonable y además plenamente constitucional que si se alcanza algún consenso que conllevase cambios sustanciales sería en el marco de un nuevo Estatut, que tendría que ser refrendado por los catalanes en una consulta, como ya se hizo en 2006. Pero ellos ya ven los pedazos de España esparcidos por La Castellana.
Paciencia porque la hiperventilación, igual que la fragmentación política y el dogmatismo, han llegado para quedarse. Y lo que veremos y escucharemos en adelante será el mismo discurso del odio que en otras ocasiones en las que gobernó la izquierda polarizó el espacio público y pretendió imponer un pensamiento que solo permita dudas sobre las opiniones ajenas.
No desesperen porque, dada las experiencia de la historia de España, aún nos quedan agrios enfrentamientos. Porque cuando la derecha no gobierna exacerba como nadie la vehemencia e impone a través de sus terminales mediáticas algo tan infame como que el diálogo con el adversario o el diferente es un síntoma de barbarie. Al fin y a la postre siempre vivió con la mirada atrás y renuente a todo cambio. Y si algo nos dejará esta sesión de investidura, además de la ruptura del bloque independentista -que no es baladí- es la constatación de que en España hay una nueva realidad política y que hay que aprender a gestionarla dentro del marco constitucional. Cualquier otro escenario estaría fuera de una legalidad que ni Sánchez ni ningún otro presidente que llegara podría sortear sin el concurso del PP -cuyos votos son necesarios para una reforma de la Carta Magna- o sin pasar por el banquillo del Supremo, que es donde acabaron aquellos que intentaron hacerlo por las bravas.
P.D: Igual lo que le molesta a las derechas no es el acuerdo con ERC, sino la posibilidad cercana o remota de que la solución política al encaje de Catalunya en España llegue de la mano de un gobierno de izquierdas.
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