A estas alturas del siglo XXI, debería ser evidente que cuestiones como la igualdad de género, el reconocimiento de la diversidad afectiva y sexual, o la lucha contra todo tipo de discriminación forman parte de una cultura democrática
El eje no es pues la satisfacción de unos intereses parentales sino la debida garantía del derecho que tiene cualquier niño y cualquier niña a desarrollar al máximo sus capacidades y poder disfrutar de las libertades y oportunidades de una democracia
La educación en nuestro país siempre ha sido un campo de batalla, tal vez porque se trata no solo de un derecho social fundamental sino también de un derecho político, en la medida en que uno de los fines esenciales de la escuela democrática es preparar a los niños y a las niñas para el ejercicio de la ciudadanía. Es decir, y tal como recoge en el artículo 27.2 de nuestra Constitución, el objetivo de la educación no es solo la transmisión de conocimientos y saberes sino también de los valores y de las herramientas que hacen posible el pleno desarrollo de la personalidad y la garantía efectiva de los derechos humanos. De ahí que, por ejemplo, me pareciera tan censurable la sentencia del Tribunal Constitucional que hace poco más de un año avaló las ayudas públicas a centros que segregan por razón de sexo. Tal y como apuntaba la magistrada María Luisa Balaguer en su voto particular a dicha sentencia, la separación de niños y niñas es incompatible con un modelo educativo que acoge como uno de sus ejes principales, y como no podía ser de otra manera, la igualdad de mujeres y hombres.
Que la educación ha sido una constante piedra arrojadiza entre las distintas fuerzas políticas es más que evidente si repasamos nuestra historia reciente y si partimos del mismo proceso constituyente en el que uno de los artículos que generó más controversia, llegando incluso a la ruptura del consenso, fue el dedicado a la educación. El resultado del pacto constitucional fue un artículo lleno de contenidos que incluso pueden llegar a ser contradictorios, en la medida que en él se trató de conciliar el derecho fundamental a la educación con la libertad de enseñanza. Desde entonces, las tensiones entre esos dos polos han sido constantes y especialmente virulentas en su conexión con la confesionalidad encubierta del Estado español que el art. 16 CE ampara. En este sentido, una de las previsiones más controvertidas es el reconocimiento como un derecho de que los padres y las madres puedan elegir la enseñanza que esté de acuerdo con sus convicciones religiosas y morales (art. 27.3 CE). Una previsión que, por ejemplo, fue argumentada frente a la asignatura Educación para la Ciudadanía y que llevó a que algunos de ellos plantearan objeción de conciencia frente a la misma.
El Tribunal Supremo dejó claro en 2009 que no era posible tal objeción frente a los contenidos obligatorios del sistema público de enseñanza. Recordemos que, tal y como ha insistido el Tribunal Constitucional, en nuestro sistema no se reconoce lo que podríamos considerar un genérico derecho a la objeción de conciencia, el cual reduciría al absurdo el obligado cumplimiento de la Constitución y de las leyes que nos marca el art. 9.1 CE. La objeción de conciencia, además de la que la propia Constitución prevé con respecto a lo que hace unas décadas era el servicio militar obligatorio, solo será posible en aquellos casos que esté debidamente justificada y regulada por el legislador. Es el caso por ejemplo de la objeción de conciencia de los profesionales de la Medicina prevista en la Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo.
La propuesta de establecer el llamado 'pin parental' supone pues, de acuerdo con lo dicho previamente, un clarísimo ataque, que encaja a la perfección en la ofensiva reaccionaria que lidera VOX y que secundan los partidos que se apoyan en él para gobernar, contra los presupuestos de un sistema educativo con el que se pretende formar a los individuos no solo intelectualmente sino también en la ética que compartimos todos y todas.
Una ética que no es otra la que deja clara el art. 10.1 de la Constitución, un artículo que por cierto no veo con frecuencia defender por aquellos que con tanto orgullo lucen la etiqueta de "constitucionalistas": "La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social". Una previsión a la que habría que sumar que la interpretación en materia de derechos fundamentales ha de tener en cuenta los compromisos internacionales ratificados por nuestro país, tal y como advierte el apartado 2º del mismo artículo.
A estas alturas del siglo XXI, debería ser evidente, salvo para los fundamentalismos que bajo la apariencia de defensa del sistema lo que pretenden es cargárselo, que cuestiones como la igualdad de género, el reconocimiento de la diversidad afectiva y sexual, o la lucha contra todo tipo de discriminación forman parte de una cultura democrática. No hablamos pues de una ideología partidista, como con frecuencia se califica por ejemplo al feminismo, sino de un ideario que deriva de la lógica de los derechos humanos y, en definitiva, de los valores que sustentan los sistemas constitucionales contemporáneos.
Un ideario educativo que, entre otras cosas, es el que contribuirá a la convivencia pacífica de los y las diferentes, a la gestión sensata de los conflictos y a la realidad enriquecedora del pluralismo, además de permitir que cada chico y cada chica tenga herramientas suficientes para construir su propio proyecto de vida. Una tarea para la que incluso, en muchas ocasiones, ellos y ellas acabarán rebelándose contra las convicciones de sus padres y de sus madres. El eje no es pues la satisfacción de unos intereses parentales sino la debida garantía del derecho que tiene cualquier niño y cualquier niña a desarrollar al máximo sus capacidades y poder en consecuencia, y de manera responsable, disfrutar de las libertades y oportunidades que una democracia le permite.
Todo lo que vaya en contra de este objetivo no es más que una estrategia más para dejar en mano de los intereses y cosmovisiones particulares la formación moral de los individuos, en detrimento de la educación ética sin la que las democracias corren el riesgo de convertirse en una farsa. Un riesgo más que evidente ante la progresiva legitimación política e institucional de discursos y prácticas que pretenden retrotraernos a tiempos en los que la garantía del pluralismo era un sueño. De ahí la urgencia de hacer de nuestro sistema educativo no un lugar de batalla sino el escenario idóneo para poner los cimientos de un modelo de convivencia en el que todas y todos aprendamos y aprehendamos los derechos humanos, entendidos como fundamento de una ética cívica sin la que estamos condenados a que, una vez más, unos cuantos espabilados pretendan salvarnos de la libertad paradójicamente en nombre de ella.
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