DAVID TORRES
Según las estadísticas, España es un país de millonarios, una subespecie cuyo número se ha quintuplicado en los últimos años gracias no sólo a la crisis sino a la gestión de la crisis por parte de nuestra dicharachera clase política. Lo habitual en medio de una catástrofe financiera es arruinarse, aunque siempre hay avispados que consiguen pescar en río revuelto, ya que el capitalismo es un sistema donde unos pierden y otros ganan (casi siempre los mismos, igual que en una ruleta amañada).
Nadie expresó esta paradoja del casino económico mejor que un ministro socialista, Carlos Solchaga: «Quien no se hace rico en este país es porque es tonto o porque no quiere». Y ahí está el propio Solchaga para demostrarlo, con un sueldazo de 900.000 euros anuales y despotricando contra los tontos de los pensionistas que no fueron tan listos como él. Para algo en la época del felipismo se privatizaron la casi totalidad de las empresas estatales: para que los más aptos se forraran. Se puede ser más del PSOE, sí, pero es difícil.
La polarización entre ricos y pobres (o entre listos y tontos, por emplear la terminología de Solchaga) ha alcanzado una brecha de desigualdad en la que Madrid ya es la capital europea de la segregación por clases sociales, únicamente por detrás de Tallin. Entre la proliferación de fondos buitre, hábilmente promovidos por Aznar, Botella y sus secuaces, y la absoluta falta de viviendas sociales, Madrid resulta campo abonado para alcaldes desaprensivos, concejales sin escrúpulos y emprendedores todoterreno como Florentino Pérez. La Operación Chamartín no es más que la punta de lanza de esta audaz perforadora neoliberal cuyo objetivo último es hacer a los ricos más ricos y los pobres, como dijo Andreita Fabra, que se jodan.
Es cuestión de tiempo que este festín del capitalismo termine como en Seúl, en un canibalismo socioeconómico donde las diferencias entre las clases pudientes y las desfavorecidas han inaugurado un Medievo tecnológico en el que las gentes sin recursos pululan al estilo de los siervos de la gleba. De ahí que Parásitos, la película de Bong Joon-ho flamante ganadora del Festival de Cannes, no sólo sea una de las mejores cintas de lo que va de siglo sino también un proyectil termonuclear dirigido al centro mismo de nuestra conciencia. Begoña Piña desmontó aquí el brillante artefacto del cineasta coreano, un cruce de géneros digno de Billy Wilder en que el humor negro, la crítica social, el suspense, la comedia de enredo, el mensaje político y el thriller sanguinario se superponen hasta dejar al público estupefacto.
En efecto, en la historia de esa familia que sobrevive como puede confeccionando a destajo cajas para pizzas y que se va infiltrando miembro a miembro en la mansión de un potentado vamos descubriendo la cara oculta del sistema capitalista, los sótanos, las trampas, las cloacas, la injusticia aberrante de un mundo donde la felicidad de unos pocos significa la desdicha de todos los demás. Un temporal arruina el cumpleaños del niño rico mientras millares de personas navegan con sus pertenencias en busca del refugio de un polideportivo. Sin demagogias, sin chantajes, del mismo modo y con la misma claridad que Buñuel en Viridiana revela que la pobreza no oculta dignidad sino miseria y crimen, Bong Joon-ho en Parásitos muestra que la riqueza no indica inteligencia sino inconsciencia, avaricia y ceguera. Cuando uno de los hijos comenta lo maja que es la señora de la casa, la madre replica: «Sí, yo también sería maja si tuviera su dinero».
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