sábado, 19 de outubro de 2019

Bienvenido, Mister Torra

David Torres

El problema de mezclar los sentimientos con la política es que después de los sentimientos vienen los gestos, y eso ya tiene mucho peligro. Además, los sentimientos colectivos en política no suelen tener en cuenta los sentimientos colectivos que circulan en sentido contrario, no digamos ya las leyes de tráfico, que ésas no las respeta nadie. El momento crítico del independentismo llegó cuando, al proclamar oficialmente la república catalana, se le otorgó una duración aproximada de ocho segundos hasta su suspensión, más o menos el tiempo que tarda el sentimiento en marchitarse en gesto y adiós muy buenas. Ocho segundos es lo que dura un beso, un apretón de manos, un saludo o una despedida, todos los gestos apresurados que hicieron los líderes políticos catalanes desde el andén al tren de la república según pasaba de largo a toda máquina. Muchos de ellos agitando una banderita en la mano.
En aquel momento, Puigdemont recordaba un poco a Pepe Isbert en Bienvenido, Mr. Marshall, esperando a los americanos como agua de mayo y largando su discurso de ocho segundos mientras la comitiva de limusinas continuaba sin detenerse. «Como presidente vuestro que soy, os debo una independencia, y esa independencia os la tengo que dar porque os la debo, como presidente vuestro que soy». Ocurría que, como tantas otras cosas del independentismo catalán, no habíamos entendido nada: se trataba de una república simbólica puesta en marcha mediante una declaración de independencia imaginaria y sostenida de unas cuantas palabras inanes por completo. Era una independencia como un decorado de Hollywood, sólo que sin decorado y sin tramoya alguna, donde lo único real eran, primero, las hostias de los policías sobre las espaldas de los figurantes y luego las penas de cárcel totalmente desproporcionadas hacia unos responsables políticos más bien irresponsables a quienes se les fue la mano con el mimo.
En esta esquizofrenia de ser y no ser, de nadar y guardar la ropa, Quim Torra, sucesor natural de Puigdemont al frente de la tragicomedia, está escribiendo el segundo acto mediante el procedimiento de alentar por un lado a los manifestantes a protestar ante la injusticia flagrante de la sentencia del Tribunal Supremo y de felicitar por otro lado a los Mossos por su eficacia al tundir lomos y reventar cabezas. Si la independencia catalana consiste en hacer una tortilla sin romper los huevos, y más difícil todavía, sin huevos, sin sartén y sin fogones, la nueva independencia de ficción ya cuenta no sólo con docenas de heridos de verdad, sino también con un testículo roto y un ojo fuera de órbita. Por no hablar de los fuegos. Son los inconvenientes de no leer entre líneas y de tomarse demasiado a pecho a Torra clamando por la desobediencia y demasiado en broma a Torra reclamando orden en la sala. No se puede estar en misa y repicando, salvo que uno sea Torra, que va a acabar como Peter Sellers en Teléfono rojo, haciendo tres papeles a la vez antes de que le explote la bomba atómica en la cara.
En ocasiones los políticos sufren estos desdoblamientos de personalidad en los que de repente sienten nostalgia de la calle. Le ocurrió a Zapatero cuando tenía ganas de bajar a la Puerta del Sol y unirse a las asambleas del 15-M a ponerse a tocar la guitarra hasta que un subalterno le daba un codazo, recordándole que era el presidente del gobierno y que se estaban asambleando en su contra. Con la misma inocencia, Torra se ha puesto a caminar un rato entre los manifestantes en una marcha independentista que salía de Gerona, y parecía que en cualquier momento iba a darse él solo de collejas a lo Benny Hill o a perseguirse a sí mismo con una porra, pero qué va, no le ha dado tiempo. Ocho segundos, sí, más o menos.

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