David Torres
Si de algo puede estar satisfecho el Tribunal Supremo es de que sus decisiones nunca dejan indiferente a nadie. En concreto, la impepinable sentencia contra los principales líderes del procés, con penas de prisión de 13, 12, 11, 10 y 9 años (sí, parece una cuenta atrás), ha provocado un malestar unánime no sólo entre nacionalistas catalanes y españoles, sino también entre peatones neutrales, leguleyos aficionados, sordos de manual, observadores internacionales y gente que pasaba por ahí. Incluso un importante porcentaje de extranjeros se asomaban la mañana del lunes a twitter y otras redes sociales sólo para descubrir con asombro que Cataluña era otra vez trending topic mundial y que España aparecía motejada de estado fascista en vísperas de la resurrección de Francisco Franco.
Por un lado bramaban los partidarios de la mano dura, a quienes les parecía que el Tribunal Supremo había sido muy blandengue, y eso a pesar de que Junqueras, Romeva, Forcadell y el resto de la cúpula independentista habían recibido, salvo tres excepciones, sentencias mayores que los militares golpistas del 23-F. Menos mal que los magistrados consideraron que no hubo golpe de estado ni delito de rebelión, porque para ellos plantar unas urnas de fogueo en los colegios y animar a la práctica de la gimnasia democrática resulta en comparación más grave que sacar los tanques a la calle y entrar pegando tiros en el Congreso. No hacía falta ni pico ni pala ni albañiles ni helicópteros: en cualquier momento Franco se iba a levantar él solo de la tumba.
Por el otro lado protestaban no sólo los independistas sino también buena parte de una ciudadanía harta de contemplar desmanes jurídicos a manos llenas. A media tarde, las protestas se materializaron en una marcha hacia el aeropuerto del Prat, que tuvo que cancelar más de 60 vuelos y que acabó siendo escenario de una de esas respuestas policiales que consisten en calentar a golpes cabezas, lomos y espaldas. Vimos a los Mossos y a la Policía Nacional en su función natural de antropoides, repartiendo porrazos a diestro y siniestro, incluyendo periodistas que cumplían con su función de informar, manifestantes pacíficos y gente que pasaba por ahí. Uno tras otro, los apaleamientos repetían con eco aquella escena de Aterriza como puedas en que una señora aquejada de histeria va sufriendo la terapia de una serie de voluntarios que empiezan a bofetadas y, como la violencia engendra violencia, terminan a cadenazos. Sí, era igual que en la película sólo que sin puta gracia.
El movimiento Tsunami Democràtic intentó trasplantar el colapso aéreo hasta el aeropuerto de Barajas, pero lo único que consiguieron fue que lloviera. Danzas de la lluvia aparte, en Madrid nada parecía haberse movido de su sitio, aunque la sentencia contra el procés había sido, una vez más, un exitoso intento de apagar un fuego con gasolina. Es asombroso constatar cómo, en apenas unos años, el movimiento independentista catalán se ha multiplicado por dos, por tres y por cuatro. Todo marcha viento en popa hacia el desastre. De uno y otro lado, los líderes catalanes y españoles han seguido a rajatabla el consejo de Groucho, quien decía que el arte de la política consiste en buscar problemas donde no los hay, encontrarlos, hacer un diagnóstico erróneo de la situación y aplicar después los remedios equivocados.
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