Luis Matías López
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Aunque aún queda mucha leña por cortar, la carrera por el relevo de Barack Obama en la Casa Blanca ha despejado en buena medida el panorama y ha colocado como máximos favoritos al populista republicano de nuevo cuño Donald Trump y a la exsecretaria de Estado demócrata Hillary Clinton. Si finalmente se convierten en candidatos de los partidos a través de los cuales se articula oficialmente la política norteamericana, los votantes tendrán ante sí una decisión ardua: optar por más de lo mismo (Clinton) o por la incógnita teñida de amenazas alarmantes y bunga bunga al estilo Berlusconi que encarna Trump.
Sobre Clinton hay poco por añadir. Se conocen sus puntos fuertes y débiles, se sabe lo que puede dar de sí. Ha pasado por el Congreso y el Gobierno, está vinculada al entramado de intereses políticos y económicos que se conoce como elestablishment de Washington. Es la garantía de una transición tranquila y sin sobresaltos, de una gestión interna moderadamente progresista –solo en el contexto norteamericano y comparación con su alternativa-, de una acción exterior ambigua, de tiras y aflojas con Irán y con el aliado estratégico israelí, de dudas sobre cómo responder al desafío del Estado Islámico y la guerra en Siria. Y también de equilibrios en el alambre para responder a los desafíos estratégicos de Rusia y China y preservar el papel de Estados Unidos como superpotencia hegemónica incluso en un mundo que tiende a la multipolaridad.
El misterio, si acaso, no es Clinton, sino Trump, sobre todo porque el magnate inmobiliario, propietario de casinos y showman televisivo, intenta dar la impresión de que tiene un proyecto claro cuando, en realidad, va dando tumbos, soltando insultos y mentiras flagrantes, convirtiendo la campaña en casi un espectáculo de telerrealidad, falseando datos y haciendo promesas de gran impacto mediático, muchas de las cuales deberían espantar a los votantes, aunque paradójicamente ocurra justo lo contrario.
Muy podrida tiene que estar una sociedad para que sea posible que llegue a la Casa Blanca un individuo con una fortuna de 10.000 millones de dólares que proteger y sin ninguna experiencia de Gobierno, que llama violadores a los inmigrantes, promete frenarlos con un muro cuya factura milmillonaria pasaría a México, amenaza con expulsar a más de diez millones de sin papeles y prohibir la entrada de musulmanes en EE UU, quiere deshacer el pacto nuclear con Irán, defiende el uso de la tortura contra presuntos terroristas y el exterminio de los militantes del Estado Islámico y sus familias, no tiene empacho en sostener que su país debe apropiarse del petróleo de Oriente Próximo y propugna la guerra comercial con China con un arancel para sus productos del 45%.
Aparte de ser disparatado y reaccionario en gran parte de su contenido, este esbozo de programa está construido con eslóganes, no con propuestas meditadas y estudios de viabilidad . Y, en contraste descabellado, incluye alguna que otra promesa de tinte progresista como la eliminación de exenciones para los más ricos (en un país de lacerante desigualdad) y el mantenimiento sin recorte de las pensiones de jubilación y de la sanidad pública para los mayores de 65 años, lo que hace compatible con la condena sin paliativos de la reforma sanitaria de Obama.
Para rizar el rizo, en un viraje que sorprende porque refleja cierto pragmatismo, no solo saca a Rusia del nuevo eje del mal en el que se le incluyó por la crisis de Ucrania, sino que ve en Vladímir Putin un aliado y un estadista de altura necesario para resolver los conflictos internacionales. Por supuesto, el líder del Kremlin le ha devuelto los piropos.
Por si faltaba algo para desconcertar a los analistas, Trump se declara neutral en el contencioso palestino-israelí. De ser cierto, resultaría suicida en un país donde siempre se ha dicho que es imposible conquistar la presidencia con el rechazo del poderoso lobby judío, pero el magnate es capaz de decir una cosa y la contraria sin que aparentemente eso le pase factura. Así que, después de señalar que no es cuestión de hablar de buenos y malos en la madre de todos los conflictos, hace una pirueta y afirma que es “totalmente pro-Israel”.
Si Trump dice tantas cosas tan a las claras, a grito pelado incluso, ¿dónde está el misterio, aparte las incongruencias? En que, una de dos, o revela una escandalosa improvisación que aterra en alguien con poder para definir en buena medida el destino del mundo, o una preocupante agenda oculta. Ambas alternativas son alarmantes. La primera amenaza con un Gobierno incompetente y una gestión errática, aunque por supuesto, si llega a la presidencia, tendrá tiempo de refrenar su carácter y rodearse de un equipo de consejeros y gestores eficaces. La segunda opción, hasta que no se resuelva la incógnita, es objeto de múltiples especulaciones, pero cabe imaginar que hay otro Trump detrás del que usa en campaña la brocha gorda a troche y moche.
No sería raro, incluso puede que fuera lo más probable, que una vez en la Casa Blanca, se mostrase como un presidente como la mayoría, continuador más que rupturista con la difusa línea ideológica de los republicanos. Porque la historia demuestra que, más allá de las diferencias de matiz, los emperadores norteamericanos no se apartan en lo esencial de una dirección que ellos solo marcan parcialmente, porque en buena medida les viene impuesta por los grandes intereses económicos y políticos que sostienen el sistema. Y habría que irse muy atrás –y ni aun así- para encontrar un presidente que haya sido capaz de resistirse a esa dinámica.
Trump no ha ganado aún la nominación, pero la tiene más cerca, lo que no es poco si se recuerda que hace apenas unos meses casi parecía una anécdota o una anomalía sin apenas recorrido. Ha llegado a donde está no sólo porque tiene dinero de sobra para financiar su campaña, sino porque ha aplicado con gran pericia sus habilidades de comunicación como showman televisivo. Y porque ha logrado entroncar gracias a su estilo populista, su rechazo de la política convencional y esa imagen de triunfador que tanto rédito rinde siempre en EE UU con un segmento importante de la población que reniega del conservadurismo puro y duro, aún a costa de dejarse seducir por profetas que ocultan ideologías reaccionarias.
Ahora mismo, y pese al rechazo que todavía suscita Trump en gran parte de los votantes, las encuestas reflejan que en un hipotético enfrentamiento con Clinton por la Casa Blanca, perdería por tan solo tres o cuatro puntos. Una nadería con todo lo que queda por delante de campaña, y con algunas amenazas que penden sobre la ex secretaria de Estado, como las dudas sobre su gestión en el asalto al consulado norteamericano en Bengasi o el uso de su cuenta personal de correo electrónico personal para el tráfico de mensajes sobre asuntos de Estado confidenciales o secretos.
Podemos echarnos las manos a la cabeza, escandalizarnos ante la magnitud de la amenaza, pero eso no alterará el hecho de que, hoy por hoy, Trump tiene opciones serias de convertirse en presidente del país más poderoso del planeta. Por si acaso se concretan habrá que ir haciéndose a la idea.
No es la primera vez que el pene de Trump se convierte en tema de debate. Hace unas semanas, la artista estadounidense Illma Gore publicó un dibujo que mostraba al magnate con un micropene. La intención de la dibujante era "conseguir una reacción, buena o mala, sobre de la importancia que le damos a nuestro físico".
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