David Torres
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Como es sabido, el Jesucristo evangélico no paraba de hablar de sexo. El sexo no se le caía de la boca hasta tal punto que las Escrituras en arameo son algo así como la versión cristiana del Kama-Sutra. Lo que pasa es que los traductores de la época eran muy moñas y pusieron “amor” donde la palabra sagrada hablaba de joder, de fornicio, de marcha atrás, de la postura del misionero y de la condena de la homosexualidad, la transexualidad y el pajote. Menos mal que el obispado español siempre anda al quite para revelarnos el auténtico sentido de la espiritualidad cristiana. Cuando no lo hacen con el ejemplo lo hacen con la epístola. Gracias a ellos sabemos que es malo que un hombre ame a otro hombre o una mujer a otra mujer, pero que no es tan grave que un cura se folle a un niño y que además los niños van provocando.
En estos días en que el país anda revuelto por la matanza de unos semejantes y entristecido por la tragedia de unos hermanos necesitados de caridad a los que los caprichos de la política han dejado sin amparo, dos obispones, uno en Getafe y otro en Alcalá, se han volcado en la injusticia que realmente nos preocupa a los madrileños: la ley que busca la plena integración de las personas transexuales. Podían haber hablado de la blasfemia de tomar el nombre de Dios para cometer sacrificios humanos, un tema que podían haber ilustrado no sólo con los recientes atentados de Bruselas sino con toda una ponencia histórica ilustrada con ejemplos sacados del islam, el budismo, el judaísmo, el chamanismo y el cristianismo, más un análisis exhaustivo de las torturas de la Inquisición y las hogueras del Santo Oficio. Podían haber explicado la paradoja de celebrar durante estos días el ajusticiamiento en la cruz de un pobre galileo no muy distinto a los miles y miles de refugiados que pasan hambre y frío a las puertas de Europa. Podían haber señalado la hipocresía que supone salir a adorar a un ídolo de palo mientras se dejan de cumplir los preceptos esenciales del cristianismo: dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al peregrino.
En cambio, en una interpretación genital de los Evangelios, ambos obispones han decidido crucificar transexuales, instaurar el odio y olvidar la equívoca lección de amar al prójimo como a uno mismo, trazando una línea de demarcación entre los transexuales y las demás personas. El siguiente paso será exigirles que lleven cosido a la ropa un triángulo rosa como en los tiempos del nazismo, un régimen mucho más afín a las enseñanzas del catolicismo que el de Manuela Carmena. Lo han hecho, además, con una prosa de tabernáculo digna de adornar el manual de instrucciones de un copón: “El concepto de libertad presente en esta ley aboca a un pensamiento totalitario: la absolutización de la voluntad que pretende ser la única creadora de la propia persona y la absolutización de la técnica transformada también en un poder prometeico e ideológico”. Por un momento creí que estaba leyendo la crítica de la última de Batman.
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