David Torres
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La empatía consiste en ponerte en el lugar del otro, una operación no tan sencilla como parece a primera vista. La semana pasada, por ejemplo, muchos nos indignamos y nos avergonzamos al contemplar la escena de unos hinchas del PSV humillando a unas mendigas rumanas en la Plaza Mayor. No acordamos de Manolo Lama carcajéandose de un pobre indigente, inundamos las redes sociales -yo el primero- de comentarios asqueados sobre la perversión de una conducta que nos recordaba los momentos más bajos de la historia europea: esas fotos donde los SS obligaban a los judíos a limpiar las calles con su barbas, esas imágenes de los soldados franquistas rapando al cero a las presas republicanas. El nivel de escándalo excedió las compuertas de lo razonable hasta el punto de que por unos días eclipsó la tragedia de los miles y miles de refugiados varados en los campos de Grecia.
¿Nos habíamos puesto en el lugar de las mendigas rumanas? No, evidentemente. En una crónica publicada en El Mundo las mismas mendigas se han encargado de quitar hierro al asunto de la humillación pública: “Ojalá nos humillen así todos los días. Ganamos más dinero en ese tiempo que en todo el mes. A la gente le puede parecer vergonzoso pero, con lo que he sacado, mis ocho hijos lo van a agradecer”. Les tiraron billetes al suelo, les obligaron a hacer flexiones a cambio de una limosna, quemaron billetes delante de sus ojos. ¿Y qué? Lucas de la Cal cuenta que sacaron unos cuarenta euros en una hora de espectáculo cuando lo normal es regresar a casa con cinco euros encima después de estar pateando las calles todo el día.
Esta anécdota miserable me recordó de inmediato aquella vieja historia del lanzamiento de enano, un deporte que inventó el dueño de un bar de Florida para atraer la clientela. Se lo propuso a un amigo suyo aquejado de acondroplasia y al que apodaban Midge (“mosquito”). Midge aceptó sin pensarlo mucho y ganó un buen dinero durante un tiempo, pero murió a consecuencia de un lanzamiento demasiado brusco que le provocó un derrame cerebral. La LPA (asociación de la “Gente Pequeña de América”) protestó y pidió la ilegalización de una actividad tan vejatoria. Sin embargo, muchos otros enanos protestaron porque esa prohibición les privaba de su única fuente de ingresos, objetando además que iba en contra de la primera enmienda. Para la gente que apenas llega al metro de altura no es nada fácil encontrar trabajo.
El hambre está dos peldaños por encima de la dignidad y unos cuantos por debajo de los derechos humanos. Eso lo saben bien los millones de niños esclavos que se desloman en los talleres clandestinos del tercer mundo. Lo que reveló la conducta imperdonable de los forofos holandeses fue nuestra desvergüenza al descubrir, de golpe, lo que es capaz de hacer una persona desesperada por llevar un poco de dinero a casa. Y lo que descubrimos con la confesión entre risas de las pedigüeñas es que no las habíamos visto hasta ahora, a ellas y a tantos otros desgraciados, pasándolas putas en pleno centro de Madrid; que no tardaremos en olvidarlas hasta que surja otro tonto con billetes de sobra. O bien -peor incluso-, que las habíamos visto pero no nos producían más que indiferencia y asco antes de nuestro solemne y ético escalofrío. Es muy difícil ponerse en el pellejo de otro cuando ni siquiera eres capaz de probarte sus harapos.
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