David Torres
http://www.publico.es/
Ayer domingo andaba remoloneando en internet cuando me llegó una notificación de facebook preguntándome si me encontraba bien. Una bomba había estallado en Lahore cuando algún software recién incorporado y todavía no muy despierto interpretaba que me encontraba cerca de allí y me daba la oportunidad de avisar a mis familiares y amigos. Fuese lo que fuese, el cacharrito no había actuado días antes, cuando un doble atentado en Bruselas se llevó por delante a varias decenas de personas, ni tampoco el sábado, cuando otra explosión mató a otra treintena de iraquíes que asistían a un partido de fútbol.
Hay muchas razones por las cuales un acto terrorista en el centro de Europa nos afecta o nos conmueve más que un atentado mortal situado a miles de kilómetros. Razones sentimentales, de cercanía y también de miedo, hacen que el dolor por las víctimas paquistaníes se esfume en la lejanía; no digamos por las iraquíes, difuminadas en el ritual de un espanto que se prolonga ya más de una década. Los muertos de Al Asriya eran supervivientes de un país desquiciado, gente que pululaba en medio de la devastación, entre cascotes y edificios carcomidos. En cambio, los muertos de Bruselas eran casi todos blancos, viajaban en avión, tomaban el metro, vivían bajo el signo de la civilización occidental. Tenían nuestra misma piel, eran nuestros muertos, podíamos ser nosotros. Por eso, en cuestión de horas, las redes sociales se vistieron con los colores de la bandera belga, esa eficaz camiseta de la solidaridad que casi nunca se coloca en nombre de unos muertos africanos, árabes o asiáticos.
La proximidad del dolor -y del miedo- depende de la distancia a nuestro ombligo, ese compás fisiológico es lo que magnifica las negritas de las víctimas, el tamaño de los muertos según la tipografía periodística. En teoría, todos los hombres nacen libres e iguales, pero en la práctica unos viven en el anonimato más atroz y mueren en ninguna parte, como si ni siquiera hubieran existido. Lo explicaba muy bien aquel campesino polaco al que entrevistaba Claude Lanzmann en Shoah, cuando le preguntaban qué sentía al ver cómo los soldados nazis mataban a los judíos al otro lado de la valla, en un lugar llamado Treblinka. El campesino se encogía de hombros y daba con la respuesta exacta, la única válida según los parámetros de nuestra anatomía: “Nada. Si a usted le cortan un dedo, a mí no me duele”.
No nos duele Al Asriya y no nos duele Lahore, o nos duele pero poco, muy poco, lo justo hasta el próximo sobresalto, el próximo atentado, la próxima venta de armas, la próxima guerra. Tal vez el software de facebook que me preguntaba qué tal me encontraba después del atentado no se equivocaba, tal vez hacía bien en ignorar la distancia inmensa que me separa de Lahore, en asimilarme a esas gentes que sangran tan lejos, lloran en otro idioma, visten otra muerte y mueren otra vida.
Ningún comentario:
Publicar un comentario