Fernando Luengo
Profesor de economía aplicada de la Universidad Complutense de Madrid, miembro de econoNuestra y del Consejo Ciudadano Autonómico de Madrid
Blog: Otra Economía (https://fernandoluengo.wordpress.com/)
Los responsables comunitarios hacen lo posible y lo imposible, vulnerando la legislación internacional y los principios humanitarios más elementales, echando al cubo de la basura los principios sobre los que, en teoría, descansaba el denominado proyecto europeo, para deshacerse de los refugiados y poner freno a la inmigración.
El mensaje es claro: FUERA.
Al mismo tiempo que Europa intenta echar el candado a sus fronteras –reto imposible-, cerrando el paso a los centenares de miles de personas que huyen de la guerra y la pobreza, ganan terreno y espacio político movimientos xenófobos y de extrema derecha. Y también avanza en la derecha más “civilizada” un discurso político que sitúa a la inmigración como problema.
En Alemania, en Francia, en Austria y en otros países europeos prende, entre segmentos cada vez más amplios de la población, el mensaje –simple, equivocado, pero efectivo- de que los inmigrantes representan una amenaza para nuestros estados de bienestar, pues habrá que dedicar recursos públicos (salud y educación) para atenderles, competirán con “nuestros trabajadores” por los empleos disponibles, contribuyendo al aumento del desempleo, y contribuirán a que los salarios se mantengan en niveles bajos.
¡Cuánta ignorancia y miseria moral hay en este diagnóstico! En efecto, se han degradado las políticas públicas, el número de desempleados ha seguido una tendencia alcista y se mantiene en cotas elevadas y los salarios han perdido mucha capacidad adquisitiva; pero no es de recibo culpabilizar a los inmigrantes, que son víctimas y no causantes de este deterioro.
Este planteamiento olvida, además, que los inmigrantes han trabajado y trabajan duro, casi siempre en condiciones infames, en las residencias de ancianos, en la hostelería, en la construcción, en las tareas domésticas, en la agricultura… realizando jornadas interminables y recibiendo a cambio salarios bajísimos, a menudo en condición ilegales, sometidos a la explotación de empresarios sin escrúpulos y a la permisividad de las administraciones públicas que han mirado hacia otro lado. Esa misma población inmigrante que producía, también compraba casas, adquiría hipotecas, abría negocios y consumía bienes y servicios. Todo ello ha contribuido, de manera decisiva a la dinamización de nuestras economías, al aumento del Producto Interior Bruto.
La inmigración ha sido vital a la hora de impulsar nuestras economías y para sostener nuestro modelo económico, incluidos los estados de bienestar. No sólo eso, ahora y en las próximas décadas la necesitamos de manera imperiosa. Para corregir la evolución de las pirámides poblacionales de los países europeos, determinada por la reducción de las tasas de natalidad y el progresivo envejecimiento de la población. Aporta básicamente población joven, por lo que contribuye al rejuvenecimiento de las estructuras demográficas europeas. Aumenta la proporción de la población activa respecto de la inactiva, creando de este modo las condiciones para la sostenibilidad de las pensiones.
Tan sólo se trata de algunas pinceladas, sin mayores pretensiones, de un debate muy necesario sobre el papel de las corrientes inmigratorias en el desempeño de nuestras economías. Este debate, clave para hacer llegar a la población otro mensaje, muy distinto del que se está abriendo camino en Europa, en la actualidad está virtualmente fuera de la agenda política.
A punto de concluir estas líneas, me llegan noticias de que la policía y los antidisturbios están desmantelando el campo de Moria en Levos, expulsando a las ONGs y desalojando a los refugiados -asustados, empapados y ateridos de frio-, para deportarlos a Turquía. Siento angustia, impotencia e indignación por la enorme crisis humanitaria de la que estamos siendo testigos, provocada por las autoridades comunitarias. Urge detenerla, la vida de mucha gente está en juego.
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