JUAN CARLOS ESCUDIER
Hemos sido durante tanto tiempo el país del Vuelva usted mañana de Larra que nunca hemos dejado de condenar a los funcionarios en juicios sumarísimos. La impresión que se tiene de ellos es que forman parte de una casta improductiva y privilegiada que va de moscoso en moscoso y atraviesan los puentes laborales de dos en dos. El funcionario tipo, el del tópico, es por definición un vago que ha hecho de la burocracia su forma de vida, un parásito al que siempre se mira en las crisis para denunciar sus privilegios, recortar sus salarios o para impedir que se reproduzcan como hongos eliminando la oferta de empleo público. Con estos señores no hay que tener piedad ni existe para ellos perdón posible.
Ha tenido que llegar un virus para mostrarnos que los denostados funcionarios constituyen la esencia misma del Estado. Son funcionarios los médicos a los que ahora se aplaude cada tarde, los profesores que han mantenido las clases a distancia de los niños, los policías, los militares, los bomberos o quienes integran los servicios de protección civil. Azaña, que era otro funcionario, explicaba ya en 1923 lo que había que hacer con estos truhanes: "Es de interés primordial para los españoles el que el Estado acapare (en lo posible) los mejores ingenieros, los mejores médicos, los mejores letrados, disputándoselos a la industria privada y a las profesiones liberales. Abaratar la Administración no es criterio admisible, porque mientras sea defectuosa e incapaz, por poco que cueste, será muy cara".
Los funcionarios son los que cada día levantan la persiana del Estado y lo ponen en marcha. Son los que, con independencia de su ideología, pueden trabajar con cualquier Gobierno, los que permiten la continuidad de las instituciones y los que, en ocasiones, se plantan ante la arbitrariedad y el despropósito y se niegan a pasar por el aro, como ha hecho la directora general de Salud Pública de Madrid, Yolanda Fuentes, al oponerse a avalar con su firma que la Comunidad pida acceder a la fase 1 de la desescalada anteponiendo otros criterios a los de la salud de los ciudadanos.
Fuentes nunca ha sido la community manager de un perro pero tiene algo de currículo: licenciada en Medicina y Cirugía, especialista en Medicina Preventiva y Salud Pública, máster en Salud Pública, máster en Calidad Asistencial y Atención al Paciente, máster en Administración Sanitaria. Ha trabajado en el Hospital Doce de Octubre, en el Infanta Cristina, en el de la Paz, del que fue subdirectora, y en el Carlos III, cuya dirección médica ocupó durante cuatro años. Se las ha tenido tiesas con virus como el ébola, con las garrapatas que transmitían el Crimea-Congo y con algunos consejeros de Sanidad que, a diferencia de ella, sí que temían perder el puesto. A ella se deben los primeros informes que alertaban del peligro del Covid 19 y las primeras restricciones para intentar contener los contagios en centros de día y residencias de ancianos. Su dimisión la retrata a ella y a la atolondrada presidenta de los minutos de silencio.
Los funcionarios no son seres puros. Los hay acomodaticios, que piensan en medrar a la sombra de los políticos que les nombran, y existen otros que se toman en serio su condición de servidores públicos, prestan su experiencia a las autoridades y se niegan a pasar por el aro o a avalar el desatino con una rúbrica a pie de página.
De este grupo forman parte Fuentes y el propio Fernando Simón, un tipo de vasta formación en epidemiología, que ha lidiado en varios países de África con la malaria, el sida, la tuberculosis o el ébola, que habla seis idiomas, que ha sido tiroteado en guerras para conseguir medicamentos, que ha desarrollado campañas de vacunación y de saneamiento para combatir la transmisión de enfermedades infecciosas, y al que algunos indeseables caricaturizan por su tono de voz o porque da la cara a diario despeinado y sin afeitar. Es en estos funcionarios, probos, íntegros y decentes, en los que reside la grandeza de cualquier Estado.
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