Daniel Yates
Los números luminosos del despertador marcaban las 02:53. Se despertó.No se había movido, seguía de costado, acurrucada. Aun sentía el aliento alcohólico de él en su cara. Revivía cuando trataba de besarla, ella girando la cabeza, cerrando la boca. El bofetón en la mejilla ya no le escocía, pero lo seguía sintiendo, recordándolo. Su mente se negaba a dejar de dar vueltas. ¿Cuánto tiempo llevaba soportándolo? Muchos años, demasiados. Acudieron recuerdos de antes de conocerlo, cuando era una joven feliz, despreocupada, que quería vivir la vida a tope, del grupo del instituto, chicas y chicos alegres, pavos también y enamoradizos, charlatanes, sentimentales, compañeros,conspiradores y a la vez cómplices, amigos por encima de todo. Los recuerdos le arrancaron primero algo parecido a una sonrisa y, después, nuevas lágrimas se deslizaban a la almohada. Cuando terminaron los estudios, el grupo se fue diluyendo, ella entró a trabajar en una tienda de ropa del barrio. De la panda solo mantuvo la relación con Laura a pesar de que ella pudo seguir estudiando. ¡Cuánto la extrañaba! Por aquel entonces lo conoció a él, dos años mayor que ella, acababa de terminar un curso de comercial y buscaba trabajo como vendedor. Era guapo, seductor, un poco descarado, bastante golfo, buena mezcla para ser un buen comercial y para seducirla. Después de un noviazgo divertido y atrevido, se casaron formalmente.No habían pasado dos años cuando llegó Lucia. Tiempos felices hasta que él, escudándose en el trabajo, empezó a llegar más tarde, más borracho y después también más agresivo. Pronto se pasó de los gritos, las palabras humillantes al primer empujón, su mundo maravilloso se cayó con estruendo. A la quemazón en las entrañas se sumó la sensación de ahogo,los pulmones se le cerraban, que no podía respirar. Cerró los ojos, no quería torturarse más.
Los números luminosos del despertador marcaban las 03:28.Abrió los ojos. En la penumbra tenía frente a sí la cómoda. Adivinó las fotos, de la boda, una ellos solos y otra con los invitados, las fotos de Lucia, la de sus padres. Su padre había sido obrero, prejubilado en un expediente de regulación; no lo soportó y fue languideciendo poco a poco.Su madre, ama de casa, pareja,compañera, cómplice de su marido, juntos siempre, en las buenas y en las malas. Nunca les contó sus problemas de pareja, no se perdonaría jamás hacerlos sufrir. Al padre su marido nunca le había gustado, no se molestaba mucho en disimularlo y estaba segura de que algo intuía de lo que les pasaba. Su madre para compensar lo trataba con deferencia, pero en el fondo pensaba como su padre. Demasiado pronto para ella, se habían ido casi a la vez, primero su padre y poco después su madre dejándole un vacío enorme. Al final, ellos eran de las pocas personas con las que se relacionaba. Poco a poco, a través de subterfugios su marido la fue aislando de todas sus amistades. Incluso con Laura sus encuentros fueron cada vez más aislados. Sin sus padres, sin amistades, el mundo afectivo se había reducido a Lucía, su hija. Una sensación triste de soledad la envolvió. Otra lágrima cayó antes de que se le cerrasen los ojos.
Los números luminosos del despertador marcaban las 04:05. ¡Lucía! ¿la estaba llamando, tenía una pesadilla? El silencio de la casa era casi absoluto, solo la respiración y algún ronquido beodo de su marido. ¡Lucía, su niña! Ya tenía 10 años. ¡cómo le hubiera gustado darle una infancia feliz como la que ella tuvo en ese hogar de obreros dignos! Pero no, Lucia vivía en un entorno marcado por el desamor, la incomunicación, la crueldad y la violencia. Por suerte la violencia física no la presenciaba, se producía por lo general por la noche, cuando él llegaba y la niña dormía. Lucía era testigo de la otra violencia, la peor, la de ignorarla,la humillación constante, el desprecio, el ultraje, el insulto sistemático. No cree recordar haber escuchado una palabra tierna, cariñosa, ni siquiera amable ni para ella ni para la niña. Lucía era tan víctima como ella. El maltrato las había unido más. Lucía era su cómplice, en quien volcaba todo el amor, la ternura, las sonrisas que tenía para dar. Es su refugio, el antídoto a la soledad a la que la estaba condenada.Ella la admiraba porque pese al ambiente perverso era alegre, divertida, buena estudiante. La adoraba, pero ahora empezaba a ser consciente de que también era responsable de que viviera en una casa sin hogar. A la humillación por la violación comenzó a emerger un sentimiento de rebeldía. Pese a la excitación que esto le provocaba, se le cerraron los ojos.
Los números luminosos del despertador marcaban las 04:49. La cuarentena está siendo dura, muy dura. Estaban encerrados, conviviendo los tres durante todo el día, salvo cuando ella salía a comprar alimentos y artículos de limpieza o él iba a reponer bebidas alcohólicas o tabaco. Desde la mañana se tumbaba en el sillón, frente al televisor,alternado reality shows con deportes. Ellas no existían, salvo cuando con voz autoritaria exigía una bebida, un aperitivo o que le vaciaran el cenicero. Lucía se encerraba en su cuarto con el ordenador, a través de las redes viajaba al mundo exterior, ahí no más, en su barrio, con su panda. Así se alejaba de su casa asfixiante para reencontrarse con las risas, las bromas; los percances adolescentes que nada tenían que ver con los dramas cotidianos que padecía en su casa. Ella en cambio no tenía escapatoria, deambulaba por la casa, pendiente de satisfacer los caprichos de su marido y evitar una bronca en casa frente a Lucía. Cuando preparaba la cena, se iba incrementando la angustia, se acercaba la noche, el momento terrible, cuando la violaba. A veces, si estaba muy borracho se salvaba, por eso no dejaba de ofrecerle de beber. Él a veces salía por la tarde saltándose la cuarentena. No sabía a donde iba, ¿a ver a sus amantes, a sus amigos, a pillar coca o a las tres cosas? Le importaba un pimiento, eran las horas relajadas que podían disfrutar las dos. Pero siempre regresaba y más agresivo, más recalcitrantemente machista. No lo aguantaba más.Necesitaba descansar.
Los números luminosos del despertador marcaban las 05:21.Se despertó nerviosa, estaba agitada, necesitaba respirar aire,tomar agua. Sin saber de dónde surgía, un rayo de lucidez le hizo ver que lo que verdaderamente necesitaba era tomar decisiones, que así no podía seguir. Pero, ¿qué hacer? Era consciente de la lucha y los avances del movimiento feminista, de las políticas del gobierno para defender a las mujeres frente ala violencia machista, le dolía cada una de las victimas que publicaban los medios con terrible frecuencia. Pero ella tenía miedo, se sentía anulada, dependiente totalmente de su marido, sin alternativas fuera del mundo que le imponía. Recordó a Laura, cómo le pesaba ahora el cargo de conciencia. Laura, su amiga, de la que empezaba a distanciarse por culpa de su marido, fue a la única persona a la que habló de los malos tratos, de la violencia, de las vejaciones. Laura no vaciló, le digo que tenía que dejarlo, ¡ya! Y le ofreció toda la ayuda para ello. Como toda respuesta cortó la relación con ella. Cuánto le duele ahora, qué injusta había sido. El dolor que siente recordando el desprecio a su amiga evoca todos sus sentimientos más rebeldes, más valientes, los que apuestan por su dignidad y su alegría de vivir. La humedad provocada por las lágrimas en la almohada empieza a secarse, las ligaduras que la ataban a la cama se rompen. Se acabó la sumisión. Libre, se levanta, coge el teléfono, abre la ventana del salón, respira profundamente, sintiendo el coraje de una mujer libre, decidida.Sin importarle la hora, marca el teléfono de Laura. No vuelve a la cama.
Los números luminosos del despertador marcaban las 09:30. Él se despierta, la reseca, que le acompaña todos los días de la cuarentena, hace que se demore un poco más en la cama. Al final decide levantarse, ella ya le tendrá preparado el desayuno y a las diez hay una buena pelea de boxeo en AZN. En la cocina no hay nadie ni rastro de su desayuno. La casa está en silencio, la busca sin resultados, va al cuarto de Lucía y no está, el armario está revuelto,corre al dormitorio, también faltan las cosas importantes de ella. Se mosquea, no sabe qué hacer. Mientras, ella, abrazada a Laura y a Lucía, una a cada lado; caminan felices, riendo, besándose pese a la cuarentena. Lucía y ella con sus macutos, Laura mirando cada tanto un papelito, las dirige. En la casa de acogida las están esperando con los brazos abiertos, saben que se lo merecen, conocen su historia. Una más de esta pandemia confinadora y a veces liberadora.
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