JUAN CARLOS ESCUDIER
Casi tan peligroso como no tener ni un ápice de sentido común es carecer por completo de otro sentido: el del ridículo. En contra de la mayoría de los manuales de autoayuda, esas filfas en tapa blanda que invitan a perder el miedo y atreverse con acciones que la mayoría juzgaría como extravagantes, sentir vergüenza ante lo grotesco es indispensable para quienes se dedican a la política y mantienen un alto grado de exposición pública. El sentido del ridículo es un corsé que puede parecer incómodo pero, a veces, es muy necesario si se quiere conservar algo de dignidad. De ahí que no sea habitual ventosear en la tribuna de oradores del Congreso o prestarse a posar en las entrevistas como una mater dolorosa del barroco.
No disponer de alguno de estos dos sentidos tan imprescindibles es un problema, pero estar privado de ambos a la vez es un drama o, según se mire, una tragicomedia que la presidenta de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, protagoniza a diario con gran éxito de crítica y público. Convertirse en una virgen de Murillo o de Trevisani en la que los pobres pecadores buscan refugio no es algo al alcance de cualquiera. Hay que tener un cuajo superlativo, un don para la ejecución del disparate que supera los límites de lo imaginable, y eso que su jefe de filas había puesto el listón muy alto con sus quejumbrosas fotografías en el retrete. Como se ha dicho aquí alguna vez, pasó el tiempo de encumbrar a padres y madres de la patria. En la era de los cuñados, Díaz Ayuso no ocupa un pedestal sino que se sienta sobre un rascacielos.
Hay quien cree que las ‘ayusadas’ no brotan del interior de esta mujer como erupciones volcánicas incontenibles sino que son fruto de una planificación metódica y tienen como destinataria a una feligresía que exige sentirse representada y que se le hable en su propio idioma. Ello supone conceder de entrada una cierta inteligencia a sus acciones, aunque tan retorcida como los hierros de un encofrado. Implica también considerar que sus destinatarios, votantes actuales o potenciales, se hallan cómodamente instalados en el nirvana de la idiotez o sufren en silencio, además de las hemorroides, un galopante cretinismo. Vista de esta forma, la hipótesis es inconcebible.
Hay que entender, por tanto, que su talento para el dislate es innato, una gracia que la Naturaleza concede a unos cuantos elegidos con independencia de que un asesor de comunicación bien dotado, con tendencia al delirio o aficionado al whisky de malta, pueda moldearla a su gusto como haría un escultor con un tosco bloque de granito. Únase a ello el confesado intento de que el resultado final guarde un parecido clónico con Esperanza Aguirre, el modelo bajo el foco de luz cenital, y el resultado será el esperado: un desparpajo insolente en una frente menuda donde es imposible hacer sitio a los dos dedos de rigor que se aceptan universalmente como unidad de medida.
El experimento podría tener cierta gracia en un período de calma chicha donde se agradecen las gansadas si sirven para que la tripulación pase el rato. En un momento como el actual, que lejos de ser barroco parece surgido del románico más tenebroso, no estamos para bromas ni podemos permitirnos que la máxima autoridad de la comunidad más afectada por esta pandemia sea un monigote populista que igual llora como una Magdalena que reparte entre sonrisas bocadillos de calamares o se transforma en la Inmaculada Concepción, como dando a entender que está libre de pecado del desastre de su gestión sanitaria y de quienes en su partido la precedieron en el cargo.
Como se decía, el sentido del ridículo es imprescindible para un representante político. No se trata tanto de mostrarse tímido como de ser prudente para evitar que la vergüenza ajena nos pinte a los demás la cara de un rojo Chanel que no marida con el chándal del confinamiento. Aborrecer al Gobierno es admisible, pero si la alternativa es este esperpento va a hacernos falta otra virgencita a la que podamos rezar para que, al menos, nos quedemos como estamos.
Enlace entrevista Isabel Díaz Ayuso en El Mundo:
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