El caso de Laura, médico de urgencias en Madrid, representa a los sanitarios que padecen graves secuelas psicológicas y estrés postraumático
Dos sanitarios trabajan en el hospital levantado en Ifema, en Madrid. (EFE)
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Mi nombre es Laura, aunque podría llamarme como cualquiera de mis compañeras y compañeros que trabajamos en urgencias. Hemos vivido y seguimos viviendo la impotencia de no poder salvar vidas. Hemos tenido que seleccionar a los pacientes con esperanza y desahuciar a los que la habían perdido. Es una criba repugnante, pero inevitable. Los medios no alcanzan. La vulnerabilidad de los mayores nos obliga a ocuparnos de los demás. No tendría que ser nuestra responsabilidad decidir quién es digno de vivir y quién no, pero el periodo más dramático de la crisis nos llevó a colocar el umbral de las atenciones en los setenta años. Hacia arriba no había remedio. Hacia abajo hemos puesto todas nuestras horas, lágrimas y conocimientos.
Siento una profunda angustia y una enorme frustración. Creía haber pasado lo peor. Tuve la fortuna de no contagiarme, pero llevó dos meses en un estado de presión y de tensión que me han descoyuntado. Temo acercarme a mis hijas por si las contagio. No he dispuesto de medios de defensa hasta hace un par de semanas. Mi mascarilla es peor de la que lleva cualquier viandante. Mi 'epi' no ha reunido las condiciones de seguridad elementales.
Siento una profunda angustia y una enorme frustración. Creía haber pasado lo peor. Tuve la fortuna de no contagiarme
Seguro que muchos colegas se identifican con mi caso. Seguro que también ellos han perdido el sueño y las ganas de comer. Estamos débiles. No solo físicamente. Las secuelas psicológicas están apareciendo cuando empieza a notarse una cierta normalidad en las urgencias. Hemos estado cerca de la muerte muchas veces, pero esta pandemia nos ha sobrepasado y nos está destruyendo. Se me acercan los psiquiatras del hospital para preguntarme cómo me encuentro. No me atrevo a contarles toda la verdad. No les digo que tengo pesadillas y alucinaciones. No les cuento que me duele la cabeza y que no puedo dormir. Cuando lo consigo, me sobresalto. Me despierto con sudor y taquicardia. Ya sé lo que me pasa. Se llama trastorno por estrés postraumático. Lo he estudiado, pero hasta ahora no lo había experimentado de manera tan feroz. He pasado de la teoría a la práctica, me he reconocido a mí misma reviviendo los momentos más dolorosos y monstruosos. Se me aparecen escenas insoportables. Tiemblo, tengo náuseas. He perdido la estabilidad. No puedo trabajar. He dejado de hacerlo. Sería temerario ponerme a tratar enfermos cuando ni siquiera soy capaz de responder de mí.
Me siento perdida y desesperada. Es verdad que me enorgullece haber contribuido a aplacar la pandemia. Es cierto que creo en la sanidad pública y que me he implicado en los deberes de mi vocación. Agradezco los aplausos de la gente, la solidaridad de la opinión pública, pero la sobrexposición al drama, el dolor, la implosión de mi vida doméstica, la precariedad de mi salud física y mental... me conducen muchas veces a pensamientos desagradables. No me reconozco en ellos. No los consigo evitar. Me angustio. Me he desplomado. No sé si me he rendido, pero puedo hacerlo en cualquier momento. Sobre todo cuando no se me reconoce la dignidad elemental.
Igual que la inmensa mayoría de mis colegas, soy interina. Llevo seis años en mi puesto en un hospital de Madrid, pero me podrían despedir mañana
Igual que la inmensa mayoría de mis colegas de urgencias, soy interina. Llevo seis años en mi puesto de un hospital de Madrid, pero me pueden despedir mañana sin indemnización alguna. Por lo visto, debo considerarme una privilegiada. Hay médicos que llevan 20 años de interinidad. Hay colegas que sobreviven con contratos eventuales. Tres semanas, luego otras dos. Se nos percibe como héroes, como santos, pero lo que más nos caracteriza es la precariedad, la vulnerabilidad, la frustración que supone desempeñar una misión en condiciones humillantes y desesperantes.
Igual que la inmensa mayoría de mis colegas de urgencias, soy interina. Llevo seis años en mi puesto de un hospital de Madrid, pero me pueden despedir mañana sin indemnización alguna. Por lo visto, debo considerarme una privilegiada. Hay médicos que llevan 20 años de interinidad. Hay colegas que sobreviven con contratos eventuales. Tres semanas, luego otras dos. Se nos percibe como héroes, como santos, pero lo que más nos caracteriza es la precariedad, la vulnerabilidad, la frustración que supone desempeñar una misión en condiciones humillantes y desesperantes.
No digamos ahora, cuando hay familiares de pacientes que nos van a denunciar por negligencia o por no haber atendido a los más débiles. Como si fuéramos nosotros responsables del colapso del sistema. O como si el sistema mismo nos quisiera convertir en los soldados que han mandado al frente sabiendo que caeríamos como moscas. Me llamo Laura, decía. Tengo 45 años. Trabajo en un hospital público de Madrid. No doy otros detalles porque no quiero notoriedad, porque temo las represalias. Y porque podría llamarme Manuel. O podría ser enfermera. O un colega en prácticas. O un celador. Mi testimonio es el testimonio desgarrado de muchos de nosotros. No queremos un monumento al médico desconocido, reclamamos el respeto y la dignidad. Yo no puedo más.
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