Las extraordinarias cuestiones que nos tocará dilucidar en estos próximos meses serán sobre nuestra capacidad de imaginación radical y sobre nuestra capacidad de olvido. El mayor desplazamiento que necesitamos hacer tiene que ver con alejarnos de la apatía y el miedo, activar la imaginación creativa y sacudirnos ese omnipresente “nada va a cambiar” porque, en realidad, todo está cambiando.
Mar Maiques Díaz
—No sirve de nada intentarlo—, dijo Alicia. — No se puede creer en cosas imposibles.
— Me atrevería a decir que no tienes mucha práctica—, respondió la Reina. — Cuando tenía tu edad lo hacía durante media hora al día. A veces creía hasta en seis cosas imposibles antes del desayuno.
Alicia en el país de las maravillas. Lewis Carroll
— Me atrevería a decir que no tienes mucha práctica—, respondió la Reina. — Cuando tenía tu edad lo hacía durante media hora al día. A veces creía hasta en seis cosas imposibles antes del desayuno.
Alicia en el país de las maravillas. Lewis Carroll
«Dadme posibles, si no me ahogo».
Gilles Deleuze
Gilles Deleuze
Las dos frases que abren este escrito pudieran parecer opuestas y, sin embargo, no lo son. Y es que cuando los posibles se agotan toca fabricarlos a partir de lo que, en otro instante, haya llevado la etiqueta de imposible. Es de esos sueños brumosos, de esa arcilla seca, de telas en retazos, de aquellas piezas polvorientas aparentemente inservibles olvidadas en un rincón, que construimos una y otra vez lo nuevo. Toda la historia de la humanidad es una sucesión infinita de imposibles que dejaron de serlo y que nos permitieron coger aire y seguir nadando, para evitar ahogarnos. No va a ser menos ahora, cuando vivimos en esta quimera constante, mitad ciencia ficción, mitad realidad que se va volviendo rutina.
En mandarín, la palabra “crisis” se escribe con dos ideogramas: uno de ellos significa “peligro” y el otro “oportunidad”. Conjuntamente representan esta situación planetaria. Cómo acercarnos colectivamente lo más posible a la oportunidad (que es enorme) y alejarnos, en la medida de lo que se pueda, del peligro (que es inmenso también) es la gran pregunta. En tiempos de crisis, las ideas, propuestas y posibilidades que antes parecían irrealizables, inalcanzables, impensables siquiera se hacen, de repente, reales. Y no sólo reales sino también urgentes.
En estas semanas de pandemia, cuando nos han dado a elegir entre “el dinero o la vida”, hemos elegido “vida”. Entre “susto y muerte”, “susto”. Entre “yo no soy una persona creativa, eso es algo de artistas” y “a ver qué me invento”, invento. Entre “ni idea de quién vive en mi edificio, qué vergüenza ir puerta por puerta, yo paso” y “formar vínculos y redes de apoyo”, los hemos formado. Covid-19, otra cosa no, pero al menos sí gracias por ponernos las prioridades en su sitio y mostrarnos, a la mayoría de una población de más de 46 millones de habitantes, que podemos y sabemos cuidar y crear y que la ética sigue viva allá al fondo. Esto es un alivio máximo.
«Estamos, casi sin comerlo ni beberlo, ante la oportunidad más clara de una revolución que hemos tenido delante»CLIC PARA TUITEAR
Puede que no lo queramos llamar así pero yo diría que estamos, casi sin comerlo ni beberlo, ante la oportunidad más clara de una revolución que hemos tenido delante. Y sí, hablar de revolución en el “viejo continente” es arriesgado, pues habíamos clausurado semejante posibilidad tras Mayo del 68 (un tiempo que ya nos avisaba: “¡Seamos realistas, pidamos lo imposible!”). Y sí, hablar de revolución en la Europa del estado del bienestar, donde se conjugan para una mayoría las libertades y comodidades del capitalismo neoliberal consumista y hedonista, con un “papá estado” que pone bases de derechos fundamentales y que viene al rescate cuando hace falta (de bancos, empresas y capitales, normalmente; también de personas, en esta nueva realidad de la Covid-19) suena ajeno y hasta poco inteligente. Y sí, hablar de revolución sobre la muerte de miles de personas y con todo el mundo metido en casa es difícil, pues las revoluciones son energía colectiva en ebullición y ahora estamos con escasa fuerza y con ningún cuerpo a cuerpo.
Sin embargo, si esta crisis no nos toca y no nos desplaza individual y colectivamente del lugar en el que estábamos, de ese “capitalismo del desastre” que llama Naomi Klein, habrá ganado no sólo la muerte para algunos cuerpos, sino la muerte para el cuerpo político y social que somos. El riesgo para la vida humana ya existía antes de que este virus hiciera su aparición pero lo minimizábamos, lo despreciábamos o, directamente, lo ignorábamos: vivir para trabajar, en vez de trabajar para vivir; que haya personas de primera clase y otras de segunda o tercera o cuarta (hola heteropatriarcado, racismo colonial, clase social, capacitismo, etc.); el individualismo atroz robotizador; girar en torno al consumo masivo, como pastilla adormecedora de conciencias y acciones; la destrucción de la naturaleza, de sus fuentes de energía y de otros seres vivos; lo privado una y otra vez por encima de lo público; fronteras externas e internas hasta en la sopa; los medios de comunicación dominantes y la inmensa mayoría de la clase política metidos en su confrontación bélica particular (lo de que son un servicio público parece que se olvidó hace décadas); por nombrar sólo algunos de los componentes de nuestra anterior “normalidad”.
Esta emergencia sanitaria que nos obliga a parar en seco (en lo que la sociología llama un “hecho social total”, pues afecta a todas las personas y en todos los ámbitos) está mostrándonos con claridad las luces y sombras de quiénes somos y cuáles son nuestros valores de referencia como individualidades y como comunidad. Cómo utilizar lo que estamos pudiendo ver y analizar en estas semanas únicas para salvaguardar la vida y lo humano de la vida, y ponerlo de nuevo en el centro (donde siempre debió estar, pues si no, ¿para qué estamos aquí?), puede significar recuperar el sentido de la historia.
De todas las mentiras y de todos los dispositivos de poder que los distintos sistemas de opresión han forjado, a mí hay uno que me espanta especialmente. Uno de los mayores desastres que nos ha dejado instalado este capitalismo es la creencia de que las cosas NO pueden ser diferentes, que no van a serlo. Ese conformismo, esa desidia, esa resignación que se hace desconexión. El miedo a probar cosas nuevas, “lo malo conocido mejor que lo bueno por conocer”, un pesimismo crónico, la queja cual deporte nacional. Como señala el filósofo surcoreano Byung-Chul Han en su obra La sociedad del cansancio (2012): “Quien fracasa en la sociedad neoliberal del rendimiento se hace responsable a sí mismo y se avergüenza, en lugar de poner en duda a la sociedad o al sistema. En esto consiste la inteligencia del régimen neoliberal. Dirigiendo la agresividad hacia sí mismo, el explotado no se convierte en revolucionario, sino en depresivo”. O en consumidor compulsivo o en productivo trabajador o en obediente ciudadano. Una idea que, por otra parte, ya desarrollaba el psicólogo y filósofo alemán Erich Fromm en El miedo a la libertad, escrito en 1941 sobre el capitalismo de esa época:
En una palabra, el capitalismo no solamente liberó al hombre de sus vínculos tradicionales, sino que también contribuyó poderosamente al aumento de la libertad positiva, al crecimiento de un yo activo, crítico y responsable. Sin embargo, si bien todo esto fue uno de los efectos que el capitalismo ejerció sobre la libertad en desarrollo, también produjo una consecuencia inversa al hacer al individuo más solo y aislado, y al inspirarle un sentimiento de insignificancia e impotencia
Debajo de este coronavirus no hay nada que no estuviera antes. Lo que podría ser nuevo es la posibilidad de transformación radical que se abre ante un sistema que no va más, ante un centro de poder hegemónico que, por primera vez en muchísimo tiempo, está recibiendo golpes directos que antes era capaz de desviar hacia las periferias de lo blanco, masculino, heterosexual, productivo, burgués, colonial y ante la oportunidad histórica de aprovechar esta cuasi distopia para crear un mundo diferente al que teníamos.
¿Cómo va a ser nuestra práctica personal y colectiva una vez dejemos de estar en esta supervivencia física, económica, emocional, política, cultural, social y/o mental? ¿Vamos a volver a escoger el dinero por encima de las vidas, la mía y la de otras/es/os? ¿Vamos a volver a la rueda imparable y repetitiva del abotargamiento, ponte en fila y sigue al de delante? ¿Vamos a dejar pasar que en el 3ºB vive alguien que necesita mi apoyo, ya voy otro día, que llego tarde a yoga/el trabajo/recoger a las niñas/asamblea/cañas/_________/________ ? (dejo espacio para que rellene cada quien a su gusto).
Las extraordinarias cuestiones que nos tocará dilucidar en estos próximos meses serán sobre nuestra capacidad de imaginación radical y sobre nuestra capacidad de olvido. La primera está bastante anquilosada (el estado del bienestar nos da muchas cosas, pero también nos quita otras) y la segunda ha tenido dolorosos y protagónicos momentos en este país llamado España. El mayor desplazamiento que necesitamos hacer tiene que ver con alejarnos de la apatía y el miedo, activar la imaginación creativa y sacudirnos ese omnipresente “nada va a cambiar” porque, en realidad, todo está cambiando. La pregunta es quién va a dirigir y mantener dicho cambio y hacia dónde irá. Puede ser el momento de darle espacio político a la famosa frase del director de cine franco-suizo Jean-Luc Godard, “es el margen lo que sostiene la página”, dándonos cuenta que el margen es más grande de lo que pensábamos, que lo conformamos una importante y poderosa mayoría y que, desde ahí, hay ya miles de alternativas, pequeñas, medianas y grandes, puestas encima de las mesas.
Existe el deseo en muchas personas de contribuir a lo que se conoce como cambio social, un concepto complejo y a la vez vago que muchas veces es malentendido y cooptado. En palabras de la investigadora internacional Irene Gujit, generar un cambio social consciente consiste en visibilizar opresiones, marginaciones y relaciones de poder con el fin de transformarlas y producir un impacto sistémico y estructural que requiere intervenciones a nivel social y personal, generando pensamiento y acciones críticas hacia una sociedad equitativa donde haya justicia social y ambiental en una búsqueda dinámica.
Ahora, ¿cómo ocurre el cambio social? Para el antropólogo y facilitador social sudafricano Doug Reeler, sucede de tres formas: hay cambios proyectables, emergentes y transformativos. Basándonos en Reeler se puede entender que un cambio proyectable es aquel deseado que se logra por medio de rutas estructuradas y que está atravesado por cambios emergentes que son inesperados e incontrolables. Por último, el cambio transformativo es aquel que se da cuando hay una crisis o estancamiento y que pasa por una fase de desaprender y entender el momento, antes de alcanzar un cambio más profundo. Las dimensiones del cambio se mueven desde las transformaciones personales, pasando por las transformaciones de las relaciones y de los patrones culturales y llegando a las transformaciones estructurales, apunta Ignacio Retolaza.
Gran parte del colosal trabajo de hacer visibles las opresiones, marginaciones y relaciones de poder a gran escala y de que quien no las sufre comience a sensibilizarse con ellas ya lo está haciendo este coronavirus por nosotras. El inicio de ese cambio transformativo está en marcha y va a necesitar variaciones en todas las dimensiones recién mentadas (sí, también las personales – relacionales que no dependen tanto del gobierno central o autonómico de turno). Ahora, la pregunta vuelve en nuestra dirección, en palabras de la activista y escritora afroestadounidense adrienne maree brown: “¿Cómo nos movemos más allá de nuestra hermosa deconstrucción? ¿Quién nos enseña a reconstruir? ¿Cómo cultivamos el músculo de la imaginación radical necesario para soñar juntos más allá del miedo?”.
Para el pedagogo inglés Ken Robinson, la creatividad tendría mucho que ver en esta intención: “Para ser creativo tienes que hacer algo. Eso implica poner a trabajar a tu imaginación para realizar algo nuevo, para conseguir nuevas soluciones a problemas, e incluso para plantear nuevos problemas o cuestiones. Se podría decir que la creatividad es imaginación aplicada”.
La maestra, escritora y activista de la disidencia sexual del sur val flores destaca el trabajo de la imaginación como llave cardinal para atentar contra el orden social establecido, señalando la faena imaginativa de suspendernos en otras formas de pensar y vivir como manera de romper con el consenso del miedo y de la obediencia. Propone utilizar los resquicios que dejan los espacios liminales (concepto desarrollado por Ileana Diéguez): “Aquellos que se alejan de los procedimientos normales, gestándose un estado extracotidiano de extrañamiento de la escena habitual que supone una experiencia en los intersticios de múltiples mundos y disciplinas, una zona de contagio y contaminación transfronteriza donde se cruzan la vida, la condición ética y la creación estética”. ¡Qué mejor definición para esta nuestra cuarentena!
Actos creativos como herramientas de interferencia, deconstrucción y reconstrucción del mundo que nos rodea, como liberación colectiva, como des-homogeneización, como un camino de vuelta hacia nuestra común humanidad, como reconexión con ese torrente natural de energía que nos habita y que aporta haciendo realidad los sueños. Una creatividad que estas sociedades nuestras del miedo, del ridículo y del señalamiento, nos van reprimiendo. Una creatividad que necesitamos recuperar para poder hacer la verdadera transformación: dejar de tener miedo a la poderosa capacidad disruptiva de nuestra imaginación política y poética puesta en acción.
A casi nadie le gusta abrir la puerta al conflicto cuando llega. Tenemos miedo y preferimos que nos dejen en paz. Pero si recordamos que, cuando el conflicto llama a nuestra puerta, el proceso que sigue es como un espíritu impredecible que trata de manifestarse, estamos dando paso a nuevas relaciones. Cuando el conflicto llama, nos espera en la puerta la posibilidad de un nuevo tipo de comunidad. Una comunidad que no sólo se basa en la comprensión mutua, sino en la decisión compartida de entrar juntos en lo desconocido, en el conflicto – en el fuego que es el precio de la libertad (Arnold Mindell)
Estamos ante un problema de civilización, no de políticas públicas, lo que significa que no basta con mirar hacia afuera y esperar que alguien (sea quién sea), nos lo resuelva. En mi opinión, hace falta un cambio bien profundo. Necesitamos entender, primero, la centralidad de nuestra vulnerabilidad y, desde ahí, sabernos tan ecodependientes con la naturaleza y el resto de seres vivos como interdependientes con toda la comunidad humana (en palabras de la activista ecofeminista madrileña Yayo Herrero). Segundo, necesitamos activar al máximo nuestra capacidad de acción radical, creadora y propositiva, perdiendo el miedo a la libertad, a lo común y a la autonomía. Tal vez así podamos volarnos de las “prisiones de lo posible”, que dice la filósofa catalana Marina Garcés, y cuestionar los límites y el sentido mismo de esas posibilidades llevándolas paso a paso más allá, siempre mucho más allá.
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