JUAN CARLOS ESCUDIER
A quienes la música militar nunca les supo levantar, el lenguaje bélico que impregna todo lo que rodea a la pandemia que sufrimos les empieza a resultar insoportable. Hay un virus que nos infecta y que está provocando la muerte de miles de personas en todo el mundo pero ni estamos sosteniendo una guerra contra el microbio ni habrá rendición del bicho cuando le tengamos rodeado ni la recesión que nos espera, por muy brutal que se presente, será comparable a la desolación de una postguerra. Quizás la única semejanza posible con un escenario bélico resida en el dolor que siempre acompañará a los que han perdido a sus familiares y amigos. Las muertes que nos tocan de cerca son siempre un sinsentido, con independencia de lo que las provoquen.
Ciertas metáforas son muy peligrosas. Ni siquiera los que hemos crecido escuchando en casa a nuestras madres recitar aquello de "una guerra tendrías que pasar" para obligarnos a acabar la verdura del plato fuimos nunca totalmente conscientes de lo que vivieron. No, esto no es una guerra ni la casas en las que estamos confinados, algunos con más comodidades que otros, son refugios antiaéreos donde imploramos que los obuses yerren el tiro y no nos caigan encima. Las guerras no se pasan haciendo limpieza de los cajones, bricolaje o viendo series de Netflix para dejar que el tiempo trascurra. No, esto no es una guerra sino una adversidad, una fatalidad semejante a un terremoto, para algunos una tragedia, es cierto, pero nada parecido al horror de los campos de batalla.
Los trabajadores de la Sanidad no son la primera línea de defensa de nada. Decir esto no resta valor a su función, que siempre será imprescindible ya se trate de una epidemia o de un esguince de tobillo. Lo suyo, dicho sea sin restar un ápice de valor a su abnegación y a su sacrificio personal, no es heroísmo sino profesionalidad, que es mucho más difícil de demostrar cuando se carece de ella previamente. En las guerras, los héroes se distinguen por protagonizar acciones insólitas, irracionales en ocasiones. Nada hay de irracional en sus protocolos, salvo la imprevisión de quienes los han elaborado sin haber hecho antes acopio de los medios de protección suficientes para llevarlos a la práctica
Esto último es lo que ha provocado el alto número de contagios entre el personal sanitario. Los médicos, enfermeros, celadores y todos aquellos que cumplen su función en hospitales y centros de salud se infectan más (las últimas cifras hablaban de 25.000) porque están sujetos a esta siniestralidad laboral, de la misma manera que los albañiles se caen muchísimo más de los andamios que los administrativos y, en mayor medida, si carecen de arneses y de cascos. Explicar esto o constatar que afortunadamente el porcentaje de los sanitarios fallecidos por el Covid 19 –el pasado 10 de abril se estimaba en una veintena- representa el 0,11% de total no les resta reconocimiento, que era merecido antes y debería serlo después, cuando la ola pase. Su esfuerzo no requiere de medallas sino de sueldos dignos y mejores condiciones laborales para no todo quede en unos aplausos.
Es solo una parte de la insensata épica bélica en la que se nos ha situado, sustentada a diario en los ‘partes’ que nos ofrecen en sus comparecencias públicas los uniformados que acompañan a los técnicos designados por el Ejecutivo. No se vea ofensa alguna en la afirmación de que nada aporta el relato de episodios triviales, tal que la detención de un tarado que decía haberse trasladado a Torrevieja para infectar a sus habitantes, ni la mención expresa y singular de los fallecidos de alguno de los cuerpos de seguridad, porque si así se entiende que se hace justicia a estos "caídos" parece injusto no citar con nombres y apellidos a otros –repartidores, empleados de supermercado, transportistas , fontaneros y trabajadores en general- que también han muerto por ejecutar sus tareas.
El lenguaje no se limita a describir la realidad sino que la crea. Y la que se está construyendo a nuestro alrededor es disparatada y sirve para intentar justificar el caos existente. Se nos habla de guerra, de postguerra, de levantar la moral de la tropa y hasta de desescalada, en alusión a la necesidad de rebajar la tensión del debate político y propiciar la unidad nacional. Hay combatientes y retaguardia, a la que se pide que no salga a la calle ya que su bravura consiste en comer palomitas entre cuatro paredes y se les agradece el gesto en todo tipo de mensajes y propaganda. Hay generales, ineptos o ciegos en su gran mayoría porque no vieron venir los tanques del enemigo, y quintacolumnistas infiltrados dedicados a sabotear y desmoralizar a la confinada población. Esto ya pasa de castaño oscuro.
¿En qué nos afecta este marco conceptual? Pues en muchas cosas, empezando porque en las guerras y en los yermos paisajes que se nos muestran tras la batalla está todo permitido y ningún sacrificio que se nos pida debe cuestionarse sino aceptarse sin rechistar. Representa la coartada perfecta para que se expidan cartillas de racionamiento de la prosperidad o para restringir la libertad individual en favor de la seguridad colectiva, algo que ya se está manifestando en esas aplicaciones informáticas que violan la intimidad personal con la excusa de facilitar el control de la epidemia y que, en manos de algunas multinacionales, son distopías materializadas.
Sabemos que esto no es una guerra porque si lo fuera no morirían también los ricos, que son quienes las entablan mientras el resto perece. Sabemos que no se le parece en nada porque ni siquiera los que mueren lo hacen por sus ideales o por los ideales de otros, que decía Perich. Nadie en esta ocasión tiene el cielo de su parte. Desconfíen de este ardor guerrero que se nos transmite porque es cualquier cosa menos la antesala de otros locos años 20.
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