JUAN CARLOS ESCUDIER
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Como lo que tendría que ser normal en un proyecto que en algún momento aspiró a construir los Estados Unidos de Europa se ha convertido en algo extraordinario, los ministros de Economía y Finanzas de la Eurozona rompieron a aplaudir tras sellar el acuerdo del medio billón para hacer frente a la crisis del coronavirus. No hay que restar méritos al pacto, que debería ser solo el prólogo de un plan más ambicioso de reconstrucción económica, aunque la verdad sea dicha es que no quedaba otra, so pena de que el invento se fuera directamente al carajo.
Se ponía a prueba si quedaba algo de esa manida solidaridad de la Unión que nunca suele acudir cuando se llama y, en esta ocasión, eran tales los gritos de socorro que no resultaba fácil que los que cortan el bacalao se hicieran el sueco o el holandés, ante el riesgo claro de fractura. Si Europa ha salvado la cara en esta encrucijada no ha sido por el amor a sus ideales fundacionales sino por el espanto a que el chiringuito se viniera abajo y los mercaderes se quedaran compuestos y sin templo en el que hacer sus negocios.
La construcción europea es digna del peor Calatrava y cuesta horrores que sus miembros se sustraigan a esa especie de racismo económico que la divide en dos reinos: al norte, el de las laboriosas hormigas calvinistas y al sur el de las cigarras católicas, que viven la vida loca a base de vino y volquetes de putas antes de confesarse y pedir el perdón por sus pecados. La fábula ha hecho fortuna incluso a orillas del Mediterráneo, donde no son extrañas las voces que justifican el austero desdén de los países centrales y hasta se editan biblias de bolsillo con sus lecciones financieras.
Puede que el derroche nos alcance por mucho que corramos pero, frecuentemente, se olvida que las reglas establecidas siempre favorecen a los mismos. Habrá políticas expansivas si Alemania necesita gastar a espuertas en su reunificación y se pondrá la bota en el cuello de los endeudados cuando nuestros amigos teutones entiendan que la fiesta dura ya demasiado. Si la llamada locomotora alemana ha contribuido más que nadie a los presupuestos comunitarios no ha sido por altruismo sino para afianzar mercados para sus productos. No ha sido un gasto sino una inversión de la que ha obtenido réditos suculentos. Lo que no se puede pretender es que compremos y ahorremos a la vez por eso del imposible metafísico de sorber y soplar la sopa al mismo tiempo.
No solo se ha tenido la tentación de volver a repetir los errores de la crisis de 2008 sino que, además, hemos tenido que soportar comportamientos impresentables ante una emergencia sanitaria que no entiende de deudas o de déficits. La actitud holandesa exigiendo condicionalidad a las ayudas ha sido algo más que repugnante viniendo de un país que asienta buena parte de su riqueza en el fraude fiscal y la fuga de capitales que sufren sus vecinos. No se ha conocido inmoralidad más florida.
La rectificación llega a tiempo porque lo contrario hubiera sido dar un paso al frente al borde del precipicio. Los 540.000 millones en préstamos, avales y en el reaseguramiento de la cobertura al desempleo de los países miembros tendrían que ser el avance de algo mucho más ambicioso, de una fiscalidad común y de un tesoro único en el que todos compartan beneficios y riesgos. El virus ha desnudado una entelequia y la única forma de que Europa sea creíble para todos sus ciudadanos, y no sólo para los que viajan en primera clase, es que reparta más trigo, porque de predicadores ya vamos bien servidos.
O se juega a participar en igualdad de condiciones en un espacio común o volvemos a eso de los estados nación donde, al menos, podíamos darle a la maquinita de hacer billetes, como va a hacer el Banco de Inglaterra al financiar sin límite el salvamento económico del Reino Unido, para que en nuestra hambre mandemos nosotros y no un espigado tulipán con traje y corbata. La experiencia aconseja el escepticismo primero y la decepción después. Ojalá que, por una vez, Europa dispare a su principal enemigo, que es ella misma, aunque sea en defensa propia.
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