FERNANDA TABARÉS
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Había una vez un alcalde que un día se despertó y anunció: voy a levantar la torre más alta de las Españas, una aguja infinita que desafiará a los dioses, un falo de hormigón y cristal en las tierras de la Diputación que se convertirá en el símbolo de una ciudad de la que un día brotó oro y otro, conocimiento y cultura.
Eso dijo hace unas lunas el emir Jácome, el último señor de una ciudad vencida tras décadas de abandonos y neocaciques, una tierra que no tiene quién la quiera, desatendida y al borde del desahucio cultural, político y existencial.
No es cierto que Jácome y Baltar vayan a construir ese desafío a la razón, esa torre gigantesca que cuestiona todas las escalas, incluida la del sentido común; no va a existir una torre Jácome pero que algo así se plantee es la prueba final de que Ourense des-avanza entre la cuchufleta, la irrelevancia y la vergüenza.
Ourense es la capital de la Galicia vaciada, como Teruel existe o Imagina Burgos lo son de esa España desangrada, olvidada, utilizada y profunda, y Jácome y su torre son el síntoma de la decadencia ya sarcástica de un ciudad que corretea firme hacia un no lugar, hacia el reino muy muy lejano de Shreck, hacia un Gotham das Burgas con el Joker vestido de peliqueiro, Ourense es una isla jurásica con velociraptores cojos sobre el incendio planificado de A Chavasqueira, un Hill Valley distópico provinciano en el que siempre se regresa al pasado, y justo al pasado peor. Es un centro comercial abandonado, un carrefur decadente en el que ya todo fue mejor. Y esa torre, alcalde, esa torre… Ochenta pisos proyectados de soberbia, como otros quisieron antes, en un terreno que amenaza baldío y desencanto.
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