martes, 5 de febreiro de 2019

El Teixedal de Casaio, el bosque perdido

Fran Zabaleta

Fotos: Pío García

http://www.galiciaenteira.com/



Hay ocasiones en que las distancias se estiran y se retuercen como un argumento en boca de un jesuita. El itinerario puede indicar que solo faltan cinco o diez kilómetros para la meta, pero la realidad se muestra mucho más tozuda, como si la naturaleza conspirara para mantener oculto su tesoro. En esos casos, cuando nuestro destino parece tan esquivo como las nubes en el desierto, solo nos queda apretar los dientes, asegurarnos las correas de la mochila y seguir adelante, un paso y otro más, con la esperanza de que al final, tras ese último recodo, culminemos nuestro viaje. Nuestra meta era el Teixedal de Casaio, el único bosque de tejos que queda en Galicia y el mejor conservado de la península ibérica: un asombroso vestigio de épocas pretéritas, de cuando, hace millones de años, durante el Terciario, grandes bosques muy diferentes a los actuales cubrían la Tierra.



Los tejos son asombrosos. Son una de las especies arbóreas más longevas, pues pueden alcanzar los dos mil años de edad y se habla de ejemplares que han sobrepasado los tres mil. Árbol de madera muy dura, densa, elástica e imputrescible, de extrema resistencia a la sequía, las plagas y los incendios, utilizada para la construcción de barcos, vigas, arcos o piezas de ebanistería, el tejo siempre ha estado rodeado de leyendas. Sagrado para los celtas, cuyos druidas lo utilizaban para adivinar el futuro, y para los cristianos, que lo plantaban en los cementerios como símbolo de la vida eterna, el veneno que contienen su madera y sus hojas produce la muerte por parálisis respiratoria.



Los celtas del monte Medulio, los últimos defensores de la independencia de Gallaecia frente a los romanos, lo utilizaron para suicidarse colectivamente antes de rendirse al conquistador. Sin embargo, su corteza también contiene taxol, uno de los más potentes anticancerígenos que se conocen, y sus hojas se usaron como antídoto contra las mordeduras de la víbora o la rabia. Un árbol excepcional que un día estuvo extendido por toda Galicia pero del que hoy, desafortunadamente, casi no quedan ejemplares, y en ningún caso formando bosques. Salvo en el Teixedal de Casaio, en el municipio ourensano de Carballeda de Valdeorras, en la vertiente norte de las montañas más altas de Galicia, el macizo de Pena Trevinca, allá en la frontera con Castilla y León. Nuestro destino.



Era la tercera vez que intentábamos llegar. La primera, tras recorrer los doscientos cincuenta kilómetros que lo separan de Vigo, nos vimos obligados a retroceder cuando estábamos a dos o tres de alcanzarlo porque la crecida de los ríos había cortado el camino, haciéndolo impracticable; la segunda conseguimos superar ese punto, pero nos vimos detenidos cuando ya teníamos el bosque al alcance de la vista, apenas a unos quinientos metros, debido a una tormenta de nieve que se nos echó encima.



En esta tercera ocasión el tiempo acompañaba… pero parecía que era lo único que lo hacía. Habíamos decidido intentar el acceso por otro camino, pero este nos llevó directamente a la parte más dura del valle del Casaio, un paisaje lunar formado por montañas de escombros (no es una metáfora: literalmente, montañas) de las minas de pizarra que han socavado este paraje hasta sus cimientos. Pese a ir en un resistente todoterreno, la inconsistencia de la pista, abierta directamente sobre las escombreras, y la actividad de los gigantescos camiones y bulldozers convirtió el avance en una actividad de riesgo. Una y otra vez nos veíamos obligados a detenernos y retroceder en busca de otra vía cuando la pista que seguíamos acababa bruscamente al borde de un despeñadero de escombros. Tras horas de esfuerzo, agotados, hartos, jurándonos que era la última vez que lo intentábamos, conseguimos dejar atrás las minas y la senda se volvió practicable.



Una hora después dejamos el todoterreno en el mismo punto en que nos habíamos detenido la última vez, a unos quinientos metros de nuestra meta, y nos acercamos al Teixedal por un sendero estrecho e irregular que cabalga por una empinada ladera. De repente, todo había cambiado. Atrás quedaban las pizarras, el esfuerzo, el cansancio. Estábamos rodeados por montañas, bajo un inmenso cielo azul, envueltos en un silencio preñado de brisas y piares. En el fin del mundo.


Entonces lo vimos. En la ladera opuesta, bordeando el curso alto del río San Xil, distinguimos las manchas oscuras de los tejos mezcladas con rebollos, abedules, acebos, robles y serbales. Es pequeño, apenas cuatrocientos o quinientos ejemplares, los últimos resistentes de una historia que se extiende a lo largo de millones de años. Sorteamos el arroyo saltando de piedra en piedra y nos adentramos en el Teixedal con la sensación de estar penetrando en un territorio apenas hollado por el ser humano, como si hubiéramos retrocedido de súbito un puñado de siglos.



O de milenios. La idea de que este bosque ya estaba aquí cuando Colón descubrió América, cuando los romanos conquistaron Gallaecia, cuando nuestros antepasados levantaban dólmenes y mucho antes de que los seres humanos hubieran alcanzado estos parajes nos obligó a guardar un silencio lleno de respeto. En medio de la espesura, en la penumbra, allá donde mirásemos, distinguíamos los troncos centenarios de los tejos, sólidos, sabios, eternos. Ya no nos acordábamos de lo mucho que nos había costado llegar. Habíamos alcanzado el paraíso.


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