Prisión de mujeres de Málaga.
ALBERTO GÓMEZ
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Era mayo de 1939. El bando franquista acababa de declarar su victoria en la Guerra Civil, que daría paso a más de treinta años de dictadura. El nuevo régimen necesitaba coser la herida por la que sangraba España, fracturada en dos, y utilizó la pseudociencia como hilo. El médico Antonio Vallejo-Nájera, jefe de los servicios psiquiátricos militares, había planteado una disparatada tesis basada en la creencia de que existía un «gen rojo» que conducía a la perversión moral, sexual e ideológica. Franco había creado meses antes un gabinete de investigaciones psicológicas para buscar una explicación biológica al comunismo, en sintonía con las teorías nazis sobre la superioridad de la raza aria. El ideal franquista descansaba en el militarismo y el nacionalcatolicismo, un espíritu amenazado por la inferioridad mental que, según Vallejo-Nájera, arrastraba el marxismo.
Para tratar de demostrar sus hipótesis, el psiquiatra palentino se rodeó de criminólogos y asesores alemanes y sometió a prisioneros de guerra republicanos, y también a voluntarios procedentes de las Brigadas Internacionales, a pruebas macabras que los llevaron al borde del colapso. Estaba convencido de que «la perversidad de los regímenes democráticos favorecedores del resentimiento promociona a los fracasados sociales». A través de mediciones antropomórficas y encuestas, con preguntas sobre sexualidad o religión, la dictadura intentaba justificar su represión. La investigación concluyó que los 'rojos' mostraban un «carácter degenerativo» marcado por su tendencia al alcoholismo, el libertinaje y la promiscuidad, además de una inteligencia inferior a la media.
El régimen franquista detectó una laguna en su propio estudio, manipulado hasta la caricatura: no habían estudiado a ninguna mujer. Para remediarlo, Vallejo-Nájera contactó con el director de la clínica psiquiátrica de la prisión de mujeres de Málaga, Eduardo Martínez. Juntos analizaron a cincuenta reclusas, aunque renunciaron a las evaluaciones físicas al considerar que los contornos femeninos resultaban «impuros». Los resultados, que incluían detalles sobre la vida sexual de las presas, como la edad en que perdieron la virginidad, a lo que se referían como «desfloración», desvelaron que predominaban las reacciones temperamentales y primarias, algo que les permitió afirmar que las mujeres republicanas tenían «muchos puntos en común» con animales y niños. También localizaron comportamientos esquizoides, debilidad mental e introversión.
Los perturbados psiquiatras del franquismo defendían que las mujeres participaban en política para satisfacer sus apetencias sexuales. El argumentario servía para señalar la necesidad de que la religión católica impusiera sus estrictas normas, por entonces canalizadas por la tenebrosa Sección Femenina, dirigida por Pilar Primo de Rivera con el objetivo de promulgar la sumisión ante los deseos masculinos: «Cuando tu marido regrese del trabajo, ofrécete a quitarle los zapatos. Minimiza cualquier ruido. Si tienes alguna afición, intenta no aburrirle hablándole de ella. Si debes aplicarte crema facial o rulos para el cabello, espera hasta que esté dormido. Si siente la necesidad de dormir, que así sea. Si sugiere la unión, entonces accede humildemente, teniendo en cuenta que su satisfacción es más importante que la tuya».
A la represión franquista, en el caso de las mujeres, se sumaba la misoginia del régimen. La discriminación que sufrían era doble. Pero el lado más tétrico de las investigaciones psiquiátricas ordenadas por Franco en Málaga estaba aún por conocerse; los estudios, cuyas hipótesis se dieron por comprobadas pese a la falta de rigor y la inconsistencia de todo el proceso, escondían un plan para justificar «la segregación de estos sujetos desde la infancia» al entender que esta separación «podría liberar a la sociedad de plaga tan terrible». En otras palabras: al dar por válida la existencia de un «gen rojo» causante de psicopatías y criminalidad, la dictadura creía poder justificar el secuestro de niños republicanos. Se estima que el número de menores robados por el franquismo durante la contienda y en la posguerra, uno de los episodios más crueles y desconocidos de la historia reciente de España, ascendió a 30.000.
Una investigación de las profesoras Encarnación Barranquero, Matilde Eiroa y Paloma Navarro sobre la prisión de mujeres de Málaga revela que los hijos de reclusas, a menudo encarceladas por delitos tan ambiguos como «rebelión» o «atentados contra la moral pública», permanecían con sus madres, en caso de no poder quedarse con otro familiar, hasta que cumplían tres o seis años, en función de la legislación vigente. Entonces pasaban a ser tutelados por las instituciones estatales y religiosas. La presencia de los menores en las cárceles no consta en los expedientes, algo que ha dificultado los estudios posteriores, aunque de los testimonios recogidos se desprende que la mayoría de niños eran dados en adopción o emprendían carrera como seminaristas, siempre con el objetivo de pulverizar cualquier relación con el pasado.
Los servicios psiquiátricos dirigidos por Vallejo-Nájera y Martínez retrataron a las reclusas de la prisión de Málaga en informes detallados. De las cincuenta mujeres analizadas, más de la mitad habían sido condenadas a muerte, aunque las penas fueran finalmente conmutadas. Otra de las conclusiones dejaba al descubierto la paupérrima consideración que el sistema tenía de las mujeres, a quienes reducía a su papel de madres: «A la mujer se le atrofia la inteligencia como las alas a las mariposas de la isla de Kerguelen, ya que su misión en el mundo no es la de luchar en la vida, sino acunar la descendencia de quien tiene que luchar por ella». Los resultados fueron utilizados posteriormente por Vallejo-Nájera para reclamar «una Inquisición modernizada» que permitiera «higienizar nuestra raza». Murió en 1960 tras publicar cerca de treinta libros, aunque su obra, en un histórico ajuste de cuentas, ha quedado por suerte enterrada bajo polvo y olvido.
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