luns, 2 de marzo de 2020

La peste bubónica y las invasiones bárbaras

Llegada de migrantes a Skala Sikaminias, en la isla griega de Lesbos, este viernes. Llegada de migrantes a Skala Sikaminias, en la isla griega de Lesbos, este viernes. MICHAEL VARAKLAS AP
ANDREA RIZZI

En estos días de epidemia y psicosis del coronavirus, más de uno habrá tomado o retomado en sus manos las maravillosas páginas de La peste, de Camus. Hay, sin embargo, otra obra literaria que desde lejos estimula reflexiones muy interesantes para nuestro tiempo: Los novios(I promessi sposi), de Alessandro Manzoni. En su parte final, el libro describe la epidemia de peste que golpeó Lombardía —hoy epicentro europeo del coronavirus— en 1630 y compone un análisis de psicología colectiva en situaciones de crisis que conviene tener en cuenta.
Ça va de soi: el coronavirus no es una enfermedad ni remotamente comparable con la letalidad que tuvo en aquel entonces la peste o, más recientemente, el ébola. Las autoridades sanitarias explican que hay motivos de inquietud y necesidad de estar alerta, pero ninguna razón para el pánico. Sin embargo, la histeria se propaga, mucho más rápido que el virus en sí mismo, entre febriles coberturas mediáticas, colapsos de los mercados, medidas drásticas de las autoridades.
Veremos adónde conduce esta situación de estrés colectivo que, verosímilmente, será prolongada. Escuchemos a Manzoni: “En los infortunios públicos, en las largas perturbaciones del orden habitual, se ve siempre un aumento de la virtud; pero, desafortunadamente, nunca falta a la vez un aumento, y normalmente bastante más generalizado, de la perversidad”, escribe en Los novios. La novela retrata cómo, poco a poco, el agotamiento nervioso saca lo peor de muchos ciudadanos, desencadena dinámicas mezquinas, linchamientos a supuestos “untori”, supuestos malvados contagiadores voluntarios surgidos de los rumores y el delirio colectivo. Terrible es el esbozo de la paliza colectiva a un viejo inocente en la iglesia de San Antonio.
“Los ánimos, cada vez más amargados por la presencia de los males, irritados por la insistencia del peligro, abrazaban con mayor disposición aquella creencia [los rumores acerca de propagadores voluntarios]: la cólera aspira a castigar”.
Los tiempos han cambiado, y no son realistas reacciones de ese tipo; pero sí lo son reacciones irracionales y mezquinas de otro. El coronavirus es un nuevo elemento que puede sumarse a las fuerzas que buscan subir los puentes levadizos, que predican los males de las sociedades abiertas. De momento no ha habido restricciones de circulación a larga escala en Europa. Puede que en algún momento las autoridades sanitarias lo requieran y, en ese caso, habrá que implementarlas con el máximo rigor. En ese caso, sería de esperar que no consoliden un movimiento regresivo con el resurgimiento de múltiples fronteras. En 1989 cayeron muchas de golpe; en la última década, no paran de surgir vallas.
En paralelo al coronavirus, la grave situación del conflicto en Idlib, Siria, amenaza con impulsar otra gran ola de refugiados. Casi un millón de desplazados se halla atestado al sur de la frontera turca. Las autoridades de Turquía, donde residen ya más de tres millones de refugiados sirios, advierten que ya no van a contener el flujo hacia Europa. En las islas griegas la frustración es enorme y la construcción de nuevos centros de retención para migrantes provoca violentos disturbios. En este caso —que como el coronavirus es serio pero no apocalíptico— es la incendiaria retórica de algunos partidos la que infla la paranoia sobre el fenómeno y la retrata como una suerte de invasión barbárica.
Estos factores inciden en un escenario en el que el espacio de libre circulación Schengen ya vive en un estado de excepción permanente, con países que practican desde haces años controles extraordinarios alegando razones de seguridad.
Veremos con qué grado de magnanimidad y mezquindad Europa afrontará estos retos. El balance nos definirá.

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