La prohibición de 1920 traspasó a manos de matones un negocio legal hasta entonces por valor de 2.000 millones de dólares al año
Nueva York celebra el fin de la ley seca, cómo no, con una copa. / BETTMANN CORBIS
La propuesta de Pablo Iglesias de que España sea el Canadá de Europa, el primer país del viejo continente en convertir la producción y comercialización de la marihuana en un negocio legal, que pague impuestos y dé de alta en la seguridad social a sus trabajadores, ha dado ya mucho de qué hablar y esto no ha hecho más que comenzar. Pocos debates pueden ser tan poliédricos como este. No solo es económico. Es sanitario y policial y muchas cosas más. Y es una oportunidad también para retroceder 98 años en el tiempo para ver la cuestión desde el otro lado del espejo, el día que Estados Unidos hizo lo contrario a lo que ahora se pretende, cuando en 1920 declaró que un negocio legal, la producción y venta de bebidas alcohólicas, pasaba a ser ilegal.
La fuente es Bill Bryson, de una de sus más recomendables y desconocidos libros, Un verano que cambió el mundo. Dice así: “La ley seca barrio la quinta industria más grande de Estados Unidos. Arrebató alrededor de 2.000 millones de dólares al año de las manos de empresarios con intereses legítimos y los puso en manos de matones y extorsionadores. Convirtió en delincuentes a las personas honradas y en realidad provocó un aumento del consumo en el país”.
EEUU descubrió muy pronto el precio de la ley seca. Aumentaron el consumo y crimen. 1.520 agentes tenían que vigilar 100 millones de habitantes
España no es un territorio 100% marihuana free. Eso es obvio. Hasta los menores, como sea, tienen acceso a ella. Es un problema, sí. La pregunta es cuántos medios serían necesarios para impedirlo. Estados Unidos –prosigue Bryson— destinó 1.520 agentes a impedir que 100 millones de ciudadanos consumieran alcohol. Eso además de vigilar 30.000 kilómetros de fronteras. El gobierno federal había perdido de repente 500 millones de dólares al año en impuestos sobre el licor y, en un país poco dado al gasto público, tenía que contratar agentes y gastar en medios. Los números no salían. La prohibición era cara.
La ley seca, como se sabe y el cine se ha encargado deliciosamente de recordarlo, fue muy húmeda. Solo en Chicago había más de 1.000 tabernas. Al Capone era cada día más rico y la ciudad más corrupta.
La propuesta de Iglesias puede que no resista el primer asalto. También los antecedentes de la ley seca permitan arrojar algo de luz sobre esa cuestión.
Arma política
El puritanismo estaba entre latente y muy activo en Estados Unidos ya desde el siglo XIX. Pero la ley seca no se decantó en los púlpitos de las iglesias, sino en el ring político. Bryson repesca en su libro la figura de Wayne B. Wheleer. Era un fanático evangelista que puso en el centro de la diana de sus ataques al gobernador de Ohio, un político muy popular en su tierra, pero desinteresado en la prohibición. A base de fake news (sí, siempre las ha habido) hizo que perdiera las elecciones, pero, lo que es peor, consiguió que ningún otro gobernador se atreviera defender el consumo de alcohol como algo normal. En 1917 ya había 27 estados en los que no se vendía alcohol.
Operación policial en los años de la ley seca / LIBRARY OF CONGRESS
A Wheleer, todo hay que decirlo, se le pusieron además los planetas en línea. Las destilerías del país estaban en manos mayoritariamente de inmigrantes alemanes. La primera guerra mundial hizo que en sus preliminares, la ley seca no estuviera exenta de banderas. La lucha contra el alcohol era la lucha contra los alemanes, toda una sinrazón.
La desinformación puso también su granito de arena. El significado exacto de la letra pequeña de la ley y sus consecuencias no fueron comprendidas. La gente creía antes de su aprobación que el vino y la cerveza podrían seguir siendo consumidos. Se dieron cuenta de su error cuando ya era tarde.
La ley seca se gestó en los púlpitos del pruritanismo religioso, pero llegado el momento oficiaron las misas hasta con jerez
Que el crimen y el castigo aumentaron exponencialmente es sobradamente sabido. No merece la pena insistir. Puestos a buscar imágenes especulares de aquella época con la cuestión ahora a debate, merece reparar en un detalle olvidado. El consumo de alcohol era legal bajo prescripción médica. Se recetaba whisky, y no poco. Pero si eso ya parece un chiste, más gracioso es aún otro gag repescado también por Bryson. Allí donde había nacido el empeño por la prohibición, es decir, en las iglesias, no querían quedarse sin su ración de vino para misa, así que se garantizaron una vía de suministro para las concelebraciones. Y de qué manera. En California, un productor suministraba hasta 14 variedades distintas de espirituosos para las eucaristías y otras celebraciones, entre ellas jerez y oporto.
Las fronteras entre lo legal y lo alegal eran, como ocurre con las asociaciones cannábicas, difusas. Los agricultores que cultivaban viñedos fueron muy pillos. Vendían paquetes de uva concentrada con precisas instrucciones de lo que había que hacer para que no fermentara y se convirtiera en vino al cabo de 60 días. Había que ser muy tonto para no captar el mensaje.
Daños colaterales
Las derivadas de aquel monumental disparate que fue la ley seca fueron muchas y, en algunos casos, su eco ha perdurado hasta nuestros días. Por ejemplo, la cerveza artesana murió con aquella ley y lo que vino después fue la gran industria, con métodos de producción cuestionables, muy alejados de la ortodoxia. No ha sido hasta muy recientemente que las cervezas artesanas han levantado cabeza de nuevo. Casi 60 años han necesitado para resucitar.
Resulta obvio, para concluir, que la marihuana y el alcohol son productos e historias distintas, pero el viaje puede que haya valido la pena. Solo añadir, como guinda, la frase final de Los intocables de Eliot Ness. Tras luchar a sangre y fuego contra Al Capone, llegan rumores de que la ley seca será pronto abolida. Un periodista le pregunta al agente Ness que hará entonces. “Me tomaré una copa”.
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