JORDI ÉVOLE
Creo que se llamaba Ramón. Unos 70 años. Ojos claros. Marcado acento mexicano, pero con la ciudadanía norteamericana en el bolsillo desde los años sesenta. Entonces conseguir papeles se ve que no era un calvario, como ahora. Excepto si dispones de 500.000 dólares y montas un negocio que emplee a diez estadounidenses. Entonces tienes acceso al denominado visado oro, lo mismo que sucede en Europa. “Tanto tienes tanto vales, no se puede remediar; si eres de los que no tienes, a galeras a remar”, cantaba El Último de la Fila.
Pasea por la calle principal de El Paso (Texas, EE.UU.), una avenida llena de tiendas que si no fuese por la frontera, empalmaría con la misma avenida de Ciudad Juárez (México). Ramón está indignado: “Este señor que está ahorita de presidente de Estados Unidos es una persona que se duerme hoy pensando qué daño va a hacer mañana”. Le pregunto si es peligroso cruzar la frontera de forma clandestina. Y entonces agarra el PM, un periódico de Ciudad Juárez, claramente sensacionalista por sus titulares cortos, con letras inmensas y escritas en rojo. Me muestra una página donde se puede leer: “Se ahogaron siete”. La foto, sin embargo, muestra a una familia que sí logró llegar a la otra orilla del río Bravo. Quince días más, otra foto da la vuelta al mundo y muestra el drama en toda su crudeza.
Ha pasado en el mismo estado de Texas, en la frontera entre Matamoros y Brownsville. Una niña salvadoreña que no llega a dos años, agarrada a su padre, metida dentro de su camiseta, en el que quizás fue el último intento por salvarla. Ambos acabaron ahogándose en el río Bravo. Boca abajo, posan involuntariamente para otra foto icónica. Es inevitable recordar la del niño sirio Alan (aunque inicialmente se le llamó Aylan), también boca abajo. A este paso vamos a acabar coleccionando fotos icónicas como quien colecciona cromos. Durante unos días nos rasgaremos las vestiduras, hasta que la foto caiga en el olvido, y al cabo de unos años vuelva a aparecer otra foto icónica que nos haga rasgar las vestiduras, hasta que vuelva a caer en el olvido, y así hasta el infinito.
O igual es que la foto es a nosotros a los que nos permite sobrevivir. La indignación que sentimos al verla nos hace sentir bien, no somos indiferentes a la tragedia, aunque sea por unos días. Actúa como un medicamento. Nos tomamos la foto cada ocho horas durante una semana, y parece que nos curamos de la indiferencia.
O igual otros utilizan la foto para decirles a los que quieren cruzar: “¿Veis lo que os espera si lo intentáis?”. Cada uno usa la foto como quiere. Lo que está claro es que los que menos partido le van a sacar son sus protagonistas. Pero sin foto no hay testigos, por eso es mejor tenerla que no tenerla, para que aunque sea sólo por ese instante en el que miramos la instantánea, no miremos hacia otro lado.
Hace meses que el Mediterráneo, que nos queda mucho más cerca que el río Bravo, se ha quedado sin testigos. Las políticas migratorias de la Unión Europea (no sólo de Salvini, que marca el paso) han ido bloqueando a las oenegés que patrullaban por la zona del Mediterráneo central. No sólo hacían labores de rescate. También eran nuestros ojos en ese agujero negro del mundo.
Ahora, nuestra conciencia queda a salvo cuando damos apoyo a heroínas como la alemana Carola Rackete, capitana del Sea Watch 3, que ha desafiado a Salvini llevando su barco de rescate cargado de personas a Lampedusa, donde ha sido retenido. O Òscar Camps, que ha levado las anclas del Open Arms para volver al Mediterráneo central, saltándose la prohibición gubernamental. Necesitamos activistas como Rackete o Camps que nos sacudan. Pero a quienes tenemos que sacudir es a nuestros representantes en Europa, que mañana se reunirán en Bruselas para repartirse los cargos tras las últimas elecciones europeas. Esa foto también debería hacernos reflexionar. Aunque salgan posando voluntariamente y nadie aparezca boca abajo.
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