martes, 18 de xuño de 2019

Mi parto y mi posparto

Mi experiencia me ha hecho tomar conciencia de lo importante que es defender los derechos de los bebés y de las madres: el derecho a un parto sin violencia en el que se respeten nuestros ritmos y no se nos separe, en el que seamos respetadas y podamos vivir este momento sagrado de la vida sin miedo.

Ilustración: Señora Milton
Ilustración: Señora Milton


Coral Herrera

Me propusieron que contara mi experiencia en el parto y el posparto, y la primera palabra que me vino al empezar a escribir fue ‘privilegio’.
Me siento una mujer privilegiada por haber podido disfrutar de educación sexual y haber tenido acceso a los anticonceptivos, por haber elegido la maternidad de una forma consciente y libre, por haber podido disfrutar del seguimiento de mi embarazo en un hospital público, por haber podido elegir también la forma en que quería parir, y por haber tenido el apoyo y los cuidados de mi gente durante el posparto.
Soy muy privilegiada porque la mayor parte de las niñas y mujeres en el mundo no tienen sus derechos sexuales y reproductivos garantizados, no pueden elegir si quieren o no ser madres, y son muy pocas las mujeres que deciden dónde, con quién, y cómo quieren parir.
Decidí lanzarme a la maternidad a los 37, y tardé más de un año en quedarme embarazada. Estaba muy ilusionada, pero como tardaba tanto y nunca en la vida me había embarazado, llegué a pensar que no era fértil y de alguna manera empecé a hacerme a la idea de que no iba a poder tener bebés.
Cuando me quedé embarazada estuve leyendo mucho sobre partos respetuosos y humanizados. Lloré mucho con las historias de las mamás que sufrieron violencia obstétrica durante su embarazo, su parto y su posparto: sentí mucho dolor, mucha rabia y desesperación sabiendo que la mayor parte de las mujeres y los bebés sufren a diario en todo el planeta por culpa de una cultura que ha normalizado la crueldad, y la ha impuesto en forma de protocolo en el sistema médico tradicional. Vivir un parto con violencia y ser separado de nuestras mamás nada más nacer, condiciona mucho la construcción del vínculo mamá-bebé, y esto determina la salud física, mental y emocional de las personas de por vida.
Mi embarazo discurrió sin problemas de salud. Tuve la suerte de contar con la seguridad social costarricense: me atendieron todos los meses en el hospital por mi “avanzada” edad, y el trato fue muy bueno. Me estudié de arriba abajo el protocolo que garantiza a las mujeres un parto sin violencia en la seguridad social. Según la ley, las madres tienen derecho a estar acompañadas, a ser informadas en todo momento del proceso, a ser preguntadas y tenidas en cuenta cada vez que el personal sanitario toma una decisión, a participar en la toma de decisiones en cada etapa del parto. En teoría, podemos negarnos a los constantes tactos que se realizan habitualmente para determinar la dilatación, podemos negarnos a que asistan estudiantes a las exploración, podemos negarnos a la episotomía y al enema, podemos negarnos a que nos aceleren el parto con oxitocina artificial, y a que respeten nuestros ritmos. Pero es la teoría, y no todo el personal sanitario conoce los derechos de las parturientas y de los bebés, y esto sucede tanto en hospitales públicos como en los privados. En casi todos los protocolos dejan muy claro que si la cosa se complica, todos esos derechos desaparecen, y toda la responsabilidad es del personal sanitario a cargo. Es decir, tu cuerpo deja de ser tuyo, y el del bebé queda también a merced de los profesionales.
Cuando llevé mi plan de parto al hospital me dijeron que era muy bonito, pero me explicaron que era imposible garantizarme todos mis derechos, y cumplir todos mis deseos. Mi mayor obsesión era que no me quitasen al bebé en las primeras horas de nacido, pero no podían garantizármelo: si era un parto natural, tenían que llevarse al bebé para vacunarle, hacerle el test de Apgar, el tamizaje, y meterle una sonda por el ano y otra por la garganta para asegurarse de que no había obstrucción. Se mostraron extrañados cuando pregunté si mi bebé podría librarse de la tortura de la sonda y me dijeron que no.
Tampoco podrían hacerle todo eso a mi bebé encima de mi pecho, me dijeron que al bebé se lo llevaban y que quizás el padre podría acompañar al personal sanitario, pero dependiendo de las condiciones en las que se desarrollara el parto. Y que no me preocupase, que me lo devolvían “enseguida”.
También me dijeron que el piel con piel con el papá no era posible por falta de espacio, y que no iban a dejarlo sin bañar porque no lo hacían nunca. Sí habían oído hablar de lo importante que es la piel que rodea al recién nacido y lo protege en sus primeras horas de vida, pero “nuestra costumbre es darlo bañadito para que la mamá esté contenta”.
En el caso de cesárea, no podían decirme cuantas horas tendría que estar separada de mi bebé porque tendría que permanecer sola en la sala de reanimación, y podrían tardar un día entero en darme cama, dependiendo de cuantas madres con cesáreas fuésemos ese día. Hasta entonces mi bebé tendría que permanecer solo en una cuna mirando al techo y siendo alimentado con leche artificial por una desconocida. Luego tendría que apañármelas para conseguir una lactancia exitosa y un vínculo de apego con el bebé yo solita, como si nada hubiera pasado.
Lloré horrorizada pensando en esa separación tan cruel e innecesaria: yo sé que el Estado necesita demostrarle al bebé lo dura que es la vida, y a la mamá, quién manda en su cuerpo y en su maternidad. Pero una cosa es saberse la teoría, y otra experimentarlo en mi propio cuerpo: si me tocaba cesárea, mi bebé tendría que estar solo, sin recibir afecto, ni caricias ni besos, sin sentir calor humano, y sin poder olerme. Según la filosofía del hospital, separar media hora a mamá y bebé es como no separarlos. Y según ellos, separarnos durante varias horas en caso de cesárea era bueno para mí porque así podría “descansar”.
Tenía pesadillas en las que yo paría, las enfermeras me pedían al bebé, y como yo me negaba a entregarlo, me amenazaban y me lo quitaban de los brazos. A veces llegaban con la policía. Me despertaba aterrorizada y me juraba a mí misma que nadie me separaría de mi bebé.
La gente a mi alrededor no entendía cuál era el problema y a mí me resultaba difícil explicarles por qué considero que separar a las mamás de sus crías es uno de los actos más violentos del mundo. Para mí es uno de los castigos más crueles del fascismo y sirve para disciplinar a las mujeres y a los nuevos seres humanos desde el minuto uno de su existencia. Pero a mi gente le costaba ver la dimensión política del embarazo y la maternidad: todas y todos coincidían en que yo no sabía más que los doctores y que debería ponerme en sus manos sin hacer preguntas, sin llevar la contraria, y sin pretender cambiar las normas del hospital.
Me planteé un parto en casa, pero desistí por el monstruoso tráfico de San José, la ciudad en la que vivo desde hace ocho años. Y por las presiones de la familia, que pusieron el grito en el cielo. Todo el mundo me recordaba mi avanzada edad y el país en el que quería hacer una “locura” así.
Y yo no sabía qué hacer, porque el lugar más seguro para parir parecía el hospital, pero no quería que nos separasen de ninguna manera. Era mi gran obsesión.
Una amiga me advirtió: “Es mejor que durante el parto parezcas sumisa y te pongas obediente, y a la vez que ellas sepan que tú sabes cuáles son tus derechos. Tienes que caer bien a las enfermeras y sólo así te darán a tu bebé, pero no te pongas pesada ni exigente. Ambos dependéis de ellas, de su carga de trabajo, de su nivel de empatía, de su estado de ánimo. Ten en cuenta que hay enfermeras muy sensibilizadas con el tema del apego, y otras que no. Unas han recibido formación sobre violencia obstétrica, y otras no, y tú con tu cara de española llevas todas las de perder si te pones impertinente. Coral, no vas a cambiar las costumbres de la medicina tradicional, ni aquí ni en un hospital español. Dependes de quien te toque y de la suerte que tengas, así que reza para que vaya todo bien, y busca a alguien que tenga contactos en la planta para que te ayuden si lo necesitas”.
En la semana 40 me anunciaron una cesárea con argumentos poco convincentes: “Ya ha pasado el plazo, tu pelvis es muy estrecha y tu cuello del útero está completamente cerrado”. Me desesperé pensando en que una cesárea significaba que me iban a separar de mi compañero primero, y luego de mi bebé, así que pedí ayuda a mis padres, que me prestaron seis mil dólares para parir con un doctor famoso por su sensibilidad y su inclinación por los partos naturales.
El doctor me permitió esperar diez días más, y me ayudó a intentar conseguir un parto natural. Cuando se cumplió el plazo que pactamos, me hizo una inducción mecánica con una bolsa de agua en la vagina que desató las contracciones sin necesidad de utilizar oxitocina. Me dolían mucho cuando ingresé en el hospital, y después de monitorizarme me dejaron tranquila en la habitación con mi compañero. Pudimos bajar las luces y tener toda la intimidad del mundo, sin apenas interrupciones del personal sanitario, que era muy amable y considerado (supongo que es lo normal cuando pagas tanto dinero)
Estuve cantando flamenco, me alivié mucho bailando y moviéndome por la habitación, dándome duchas de agua caliente, cambiando de postura, haciendo respiraciones. Pude meterme en mi mundo y navegar por el dolor con calma, recibiendo los masajes de mi compañero. Había cada vez más espacio entre las contracciones hasta que acabaron. Caímos los dos dormidos al alba.
Después de doce horas de labor de parto sin dilatación, el doctor me aconsejó una cesárea y acepté, pero sin anestesia para dormir, quería estar consciente en todo momento. Cuando entré en quirófano me quité los audífonos y todas y todos los que participaron en la operación se presentaron, con sus nombres y apellidos, a voz en grito para que pudiese oírlos bien, y con una gran sonrisa en sus labios. Mi compañero estuvo todo el tiempo a mi lado.
Aún no entiendo por qué acepté que me ataran las muñecas, me hice muy pequeñita y empecé a temblar mucho en el momento en que extendí los brazos al tumbarme en la mesa de operaciones. Me sentí como Sean Penn en Pena de muerte. Yo quería decirle al doctor que quería ver con mis ojos salir al bebé y que no necesitaba sábana, pero nadie me oía, se ve que mi voz salía muy débil. O que yo ya no existía, porque tampoco me oyeron cuando pedí ver la placenta.
Mi compañero pudo hacer piel con piel y cuando terminaron de coserme, le pedí a la enfermera que me trajese al bebé, pero me dijo que no estaba permitido. Así que decidí no cabrearme porque necesitaba oxitocina, y ya sabía yo que la adrenalina y la oxitocina son incompatibles. Esperé unos minutos y entonces llegó mi compañero con el bebé.
Desde entonces no me separé de él en ningún momento, aunque todo el mundo me animaba a dejarlo en la cuna, y aún hoy no entiendo por qué, con la que había liado para que no nos separasen. Al día siguiente nos fuimos a casa.
Tras el parto estuve como cinco días en estado de shock. Estaba tomando calmantes para el dolor así que tenía las emociones anestesiadas. Mi bebé me parecía irreal, y trataba de tenerlo todo el tiempo encima, pegado a mis tetas para que surgieran la leche y el amor. La leche vino a los tres días, el amor vino muy poco a poco. Yo sabía que no pasaba nada, que sólo necesitaba estar junto a mi bebé para ir aterrizando en mi nueva realidad y para ir construyendo el vínculo.
Me sentía extremadamente vulnerable, y con una enorme necesidad de protección y cuidados. Así que pensaba mucho en las mamás que se quedan solas en la casa mientras la familia trabaja, y lloraba por ellas. Yo veía claramente lo imposible que era llevar la casa y criar al bebé sola: en mi hogar, tenía a tres personas adultas que acababan agotadas al final del día. Mi compañero, mi madre y mi padre se encargaban de limpiar, barrer, cocinar, comprar, hacer lavadoras, doblar ropa, cambiar pañales, bañar al bebé, acompañarme al médico, porque yo apenas podía levantarme y sentía mucho dolor, en la herida de la panza, y en los pezones. No tuve grietas, no sangraba, no sufrí mastitis, pero sí mucho dolor porque los pezones están todo el día en carne viva.
Después de los cinco días dejé los calmantes porque no quería seguir anestesiada. Sentía que el cuidado de mis emociones era igual o más importante que el cuidado de los puntos en el vientre y mis pezones. Mi bebé ha sido el bebé ideal: un niño sano, alegre, que no lloraba, que comía mucho, subía de peso y tamaño normalmente, y dormía mucho. Se despertaba para tomar teta y yo seguía durmiendo mientras daba de mamar en la noche. Así que pensaba en las mamás cuyos bebés lloran y lloran desesperados por los cólicos o por algún dolor, y lloraba yo también sólo de imaginar el cansancio terrible y el dolor al ver sufrir a tu bebé.
Intenté seguir el ritmo del bebé y dormir cuando él dormía: durante algún tiempo es la única manera de sobrevivir al tremendo cansancio mientras te recuperas de la operación y el bebé se recupera también. Me dejé mimar y cuidar por mi compañero y mis padres, que después de dos meses regresaron a Madrid.
En los primeros meses mi prioridad era cuidarme mucho a nivel emocional, seguía teniendo ganas de llorar por todo, estaba muy sensible y todo me parecía tremendo, lo bueno y lo malo. Sin embargo, a la gente parecía que lo que más le preocupaba era mi peso: con 30 kilos más la pregunta más común era que cuando iba a empezar a “cuidarme”, o sea, a adelgazar. A mí me parecía más importante cuidarme a nivel emocional y mental, porque me sentía muy frágil y vulnerable.
Cuando mi bebé cumplió dos años yo por fin sentí que había acabado mi puerperio, que de nuevo era yo, y ya estaba recuperada a nivel físico y emocional, aunque más envejecida. No os creáis eso de que te recuperas en cuarenta días: la maternidad es una experiencia brutal y no es cierto que en mes y medio vuelves a tu estado normal.
Todo lo que viví en carne propia me ha hecho tomar conciencia de lo importante que es defender los derechos de los bebés: su derecho a nacer en un parto sin violencia, su derecho a no ser separados, su derecho a ser alimentados por la madre si ellas desean practicar la lactancia sin que nadie interfiera. Y también hay que seguir luchando por los derechos de las mamás: todas deberíamos tener derecho a elegir la maternidad libremente, a ser respetadas en todo el embarazo, a elegir cómo y dónde queremos parir, a que se respeten nuestros ritmos en el parto, a tener un parto libre de medicación y de violencia, a estar tranquilas y a parir sin miedo.
Es fundamental luchar contra los protocolos que han normalizado la crueldad contra las mamás y los bebés en su nacimiento y primeras horas de vida. La violencia obstétrica es el pan nuestro de cada día en todos los rincones del mundo, por eso para mí es una de las grandes batallas del feminismo. Nos queda mucho trabajo por hacer, mucha gente por sensibilizar y formar, pero siento que poco a poco estamos concienciando a la gente de lo importante que es tratar bien a mamás y bebés en uno de los momentos más importantes y sagrados de la vida. Así, parir con amor no será un privilegio reservado a unas pocas, sino un derecho para todas.

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