domingo, 30 de xuño de 2019

Somos la antiespaña (I): los árabes fuimos nosotros

"Los divulgadores de mitos disfrutan de un nuevo momento de gloria", asegura el autor después de que un estudio genético haya desvelado que no hay rastro árabe en la población andaluza.
La expulsión de los moriscos [1894], de Gabriel Puig Roda.

Jorge Dioni

Un estudio genético ha desvelado que no hay rastro árabe en la población andaluza. La noticia, que se mueve en un resbaladizo territorio anterior a 1945 al hablar de “huella genética musulmana”, sostiene que este descubrimiento provocará un conflicto entre científicos e historiadores. No creo que ningún miembro de este segundo colectivo se haya sorprendido mucho. Por utilizar referencias conocidas, la llegada de élites dirigentes, romanos, visigodos o musulmanes, tiene más que ver con la entronización de los Baratheon o los Lannister que con una migración masiva. Su legado es, sobre todo, cultural: leyes, costumbres, religión, lengua, moneda… No aportan genes, sino memes. 
Tariq, bereber, entró en la península con menos de 10.000 hombres, mayoritariamente procedentes del norte de África, como él. Justo antes de la batalla del río Guadalete, recibió el apoyo de otros 5.000 hombres, también bereberes. Tras el triunfo, el yemení Muza desembarcó en Cádiz con 18.000 hombres más, de procedencia mixta, y juntos conquistaron la península en una campaña que combinó la victoria militar con el pacto de sumisión. Una vez estabilizado el territorio, hubo más emigraciones del norte de África, territorio que también había pertenecido al imperio romano, como Hispania. Se calcula que la población peninsular en esos años estaba entre los tres y los cuatro millones de personas, lo que quiere decir que la nueva población, mayoritariamente del norte de África, estaba en torno al 1%. Abderramán se impuso al emir Yusuf con 5.000 hombres, de procedencia siria, yemení y bereber. Hubo musulmanes en España, pero no eran árabes, sino norteafricanos y, sobre todo, autóctonos.
También hay que tener en cuenta otros datos: la salida de población. Tras la conquista de Granada hubo una huida masiva, que se unió al goteo de los siglos anteriores. También, tras la rebelión de las Alpujarras. Tras esta última, unos 80.000 moriscos del reino de Granada fueron deportados a otros lugares de la Corona de Castilla. Y llegamos a la expulsión. Entre 1598 y 1614, alrededor de 300.000 moriscos tuvieron que salir de España, sobre todo, procedentes de Aragón y Valencia, que perdió un tercio de su población. Se establecieron en el norte de África y en el próspero Imperio Otomano. Fueron alrededor del 4% de la población española en aquel momento. Son cosas de las que se habla poco. Menos aún de la emigración ibérica y europea que recibió Andalucía durante los siglos en los que fue el territorio con más PIB de toda la Corona. No sólo el oro de América o el tráfico de esclavos. Hubo una industria andaluza de textiles, tabaco, licores o tenerías que, en el siglo XIX, perdió la partida por las comunicaciones.
Es probable que encontrar a un descendiente de los Omeyas en Andalucía, si queda, sea tan raro como descubrir material genético de los visigodos en Toledo o Covadonga; habría más suerte en Galicia, donde se refugiaron los que no pactaron con la nueva élite dirigente musulmana. Quizá, sería interesante hacer un estudio genético en Túnez o Estambul para localizar a nuestros antiguos compatriotas. Esta palabra sueña extraña. Esa es la clave.
Los historiadores no quedan cuestionados, sino los divulgadores de mitos, que es otro gremio con mucha más tradición. Los relatos fabulosos, como la tumba de Santiago o la donación de Constantino, se han usado para legitimar dinastías o reclamar territorios. Los teóricamente serios cronistas antoninos, como Suetonio, pusieron a parir a los emperadores de la dinastía Julio-Claudia, cuyas supuestas barbaridades aún hoy damos por ciertas. Atribuir incestos o prácticas de zoofilia garantizaba —y garantiza— la atención del respetable. Otro uso era ennoblecer los orígenes. Túbal, pariente de Noé, fue reconocido durante siglos como el primer gobernante peninsular. De él, descendían otros nombres míticos como Gargoris, Habidis, inventor de la agricultura, o Argantonio. O Hispano e Íbero, que habían dado nombre al territorio.
El estudio sólo contradice el mito histórico que denomina invasión a la llegada de los musulmanes a la Península Ibérica. Sobre todo, cuando se añade árabe. Cualquier libro de historia habla de la entrada de un grupo reducido que pactó con un grupo de visigodos y aprovechó la debilidad de los restantes para vencerlos y atravesar el territorio en dirección a Francia. Tras la derrota frente a Carlomagno, se establecieron en los lugares más fértiles y prósperos, reproduciendo un modelo feudal similar al de la élite dominante anterior: dominio militar, control de las instituciones, recaudación de impuestos y cierta tolerancia cultural y religiosa. Confirmaron su dominio tras derrotar a Carlomagno, que había atravesado los Pirineos por un pacto con el valí de Barcelona. Otro mito es creer que los bandos religiosos son grupos cohesionados y estáticos.
Algunos nobles godos se refugiaron en el norte, pero otros trataron de integrarse para mantener la posición poder. Los Banu Qasi de Zaragoza, descendientes del conde Casio (el historiador Jesús Lorenzo Jiménez ha señalado hace algunos años que tal cosa fue un mito difundido por la propia familia), es el caso más famoso, pero también es curioso citar a Omar ben Hafsún, el primer bandolero de la serranía de Ronda, que puso en jaque a los Omeyas. Abderramán III tuvo que traer precisamente a los Banu Qasi del norte para derrotarlo.
No sólo los nobles se convirtieron. Parte de la población también lo hizo, ya que ser musulmán incluía una serie de ventajas, como pagar menos impuestos y el uso, limitado, del ascensor social, ya que era una sociedad más permeable que la visigoda. Fueron los llamados muladíes. De hecho, un factor clave en el avance cristiano posterior fue la llegada de las dinastías magrebíes, almorávides, almohades y benimerines, mucho más religiosos, y que sufrieron contestación interna, como la revuelta de Córdoba. El lógico pensar que este grupo formó parte de las conversiones, voluntarias o forzadas, que se produjeron ante el avance cristiano. Si pensamos en la religión como un uso social que incorpora tradiciones y supersticiones locales, mosquearemos a la asociación de abogados cristianos, pero nos aproximaremos a la realidad.
Los mozárabes fue la población que no se convirtió al Islam. En general, las iglesias y los dirigentes religiosos fueron respetados y se desarrolló un rito mozárabe que entró en conflicto con las iglesias de los reinos cristianos del norte y noroeste: Toledo contra Santiago. Sería muy largo de contar porque es una historia que se parece mucho a Juego de Tronos. Conviene prescindir del presentismo y, sobre todo, no hay que verlo como una lucha de cristianos contra musulmanes. Las alianzas mixtas no eran extrañas ni tampoco las figuras como el Cid, caudillos militares sin una adscripción fija. El gran problema del avance cristiano fueron las guerras internas. Se luchaba por el poder. La religión era una ayuda, como los dragones.
Podríamos decir que el relato heroico de buenos contra malos llegó después, pero es falso. Desde el inicio de las campañas militares cristianas del norte, los reyes y dirigentes religiosos buscaron la legitimidad de su lucha y establecieron relatos míticos sobre la intervención divina, Santiago o San Millán, patrones de León y Castilla, y cuyos bandos entraron en disputa con la unificación. Ganó el primero. Otra cuestión clave era la legitimidad de sus reinos. En el caso de los territorios pirenaicos, Navarra, Aragón o Catalunya, el tema central era la desvinculación del dominio francés con figuras como Íñigo Arista o Guifré, y la existencia de un cuerpo legislativo foral. Y, en el caso de los reinos del norte, Galicia, León y Castilla, la vinculación con la monarquía goda, una jugada más interesante, ya que les daba el título de Rex Hispaniae, es decir, con ascendencia sobre el resto de reinos, o, mejor aún, Imperator.
Los reyes de León, después Castilla y León, querían restaurar la continuidad cristiana, rota por los pecados de los últimos reyes, sobre los que también se establecieron varios mitos, como la lujuria de Rodrigo con la hija de Don Julián o la ayuda de los judíos a los musulmanes. La derrota de los godos había sido un castigo de Dios que sí había ayudado a los cristianos al recuperar su alianza con la verdadera fe. Los reinos pirenaicos fueron absorbidos política y culturalmente y el segundo relato se extendió. Los godos ganaron. Se impuso la narración que hablaba de una ‘invasión mahometana’ de la península.
Como recuerdan Álvarez Junco y De la fuente Monge en Relato nacional (Taurus), los godos siempre entran, vienen o llegan, mientras que los musulmanes invaden u ocupan. El libro recoge cómo en la construcción del Palacio Real tras la quema del Alcázar, el ilustrado Martín Sarmiento, encargado de elegir los motivos históricos de la decoración, situó a Ataúlfo como primer rey de España. Primer rey real, ya que también estaban Túbal, Gargoris y Habidis. Estos últimos fueron retirados con Carlos III, que mantuvo al godo, un caudillo guerrero famoso por su matrimonio con la romana Gala Placidia, pero que sólo estuvo unos meses en la península. Esta narración mítica establece un hilo que une todos los territorios imperiales de la monarquía hispánica, Habsburgo o Borbón: la religión.
A pesar de que la Real Academia de la Historia nace en esa época con el objetivo de “limpiar de fábulas nuestra historia”, conserva las que sirven de base cultural a esta idea de España cuya esencia es la monarquía y el catolicismo, la alianza entre el trono y el altar que el siglo XIX convertirá en doctrina política con el moderantismo. Se conserva la participación religiosa en las batallas, los mitos originarios, como Pelayo o Santiago, y la vinculación a los godos, a los que se otorga la categoría de españoles, pese a que su presencia fue breve, comparada con los musulmanes, y su legado cultural muy escaso, ya que evitaron integrarse. Eran un pueblo muy belicoso con una tradición de tropas lideradas por caudillos que buscaban una economía extractiva y pasaron la mayor parte del tiempo en guerras internas.
Sin embargo, los godos son nuestros antepasados sentimentales y la mayoría de españoles de más 50 incluso lo estudiaban así en el colegio. Los musulmanes no eran españoles porque esa pertenencia requería ser parte de la fe católica o, por lo menos, cristiana. Ataúlfo es español, pese a que sólo estuvo unos meses en la península. El cordobés Abderramán III, no. Ni tampoco los nazaríes, que llevaban desde el siglo XII en Granada. Es probable que de esa insistencia venga nuestra cultura política del pronunciamiento y el caudilismo, que desdeña las instituciones y prioriza la imposición sobre el pacto. Los tres partidos creados en el siglo XXI son tropas acaudilladas por una élite cuyos conflictos internos se han saldado con el destierro. Como los godos. Adhesión o traición.
Los historiadores no quedan cuestionados porque no suelen despreciar estas evidencias materiales. Ni otras, como las dataciones. Ofrecen una explicación basada en hechos, pero no obligan a compartir las respuestas, ya que las ciencias sociales tampoco buscan la verdad, sino el conocimiento. Todo el que investiga algo sabe que sus tesis serán cuestionadas o descartadas por otras en el futuro porque ese es el ritmo académico. Los que quedan cuestionados son los divulgadores de mitos, los que mantienen el oficio de usar la historia para defender un proyecto político concreto que debe ser aceptado. Ellos sí buscan una verdad fija e inmutable.
Los divulgadores de mitos disfrutan de un nuevo momento de gloria. El Institut Nova Història, relanzado durante el procés, se está encontrando con la coagulación emocional de un Instituto Nueva Historia español en torno a la figura de Elvira Roca Barea y su difusión de la leyenda blanca, tan cuestionable como la leyenda negra. Ambos difunden un relato fabuloso, bastante narcisista, que debe explicar por qué estamos aquí y, sobre todo, justificar un proyecto político concreto que representa la esencia nacional, dejando fuera a los que piensan diferente: los que somos la antiespaña o la anticatalunya.
Pero esa es otra historia que deberá ser contada en otra ocasión.

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