Marta Peirano
El incendio que arrasa Portugal acumula ya 63 muertos y 135 heridos. Como sucede en estas tragedias, el parte es siempre provisional. Empezó en Pedrogão Grande, a 200 kilómetros al noreste de Lisboa, y se extendió rápidamente a los municipios vecinos de Figueiró dos Vinhos y Castanheira de Pera, en el distrito de Leiria. Cuando las llamas estén sofocadas y las autoridades puedan identificar los restos carbonizados en las casas, la cifra se disparará.
Según distintas comunicaciones de su primer ministro, António Luís Santos da Costa, la mitad de las víctimas registradas murió en sus coches, tratando de escapar por la Nacional 236 que conecta Figueiro dos Vinhos con Castanheira de Pera. La otra mitad "han sido víctimas en las casas, que no han tenido oportunidad de abandonar a tiempo". Las alertas llegaron tarde o no llegaron porque "los cables y las torres de comunicaciones fueron destruidas por el fuego, incluyendo sus unidades de repuesto". Los expertos aseguran que las víctimas estaban ya inconscientes por inhalación de humo cuando fueron alcanzadas por el fuego.
Más de dos mil bomberos luchan ahora por controlar las llamas, sabiendo que en las próximas horas la temperatura volverá a subir a los 35 grados con vientos parecidos a los de ayer. Cuando lo consigan, Protección Civil activará una línea especial para que las personas puedan dar cuenta de los desaparecidos. De momento, el incendio no parece haber sido provocado. Si no contamos el efecto combinado y letal de las plantaciones de eucalipto y el calentamiento global.
Las temperaturas, los vientos y una especie invasora
En las primeras comunicaciones, la Polícia Judiciária dijo que el origen probable del incendio fue una tormenta seca, una clase habitual en las zonas áridas y desérticas cercanas al mar que produce rayos y truenos pero sin lluvia. El aire seco absorbe el agua y la convierte en vapor, que a su vez se convierte en el germen de nubes de tormenta. Pero el entorno es tan seco que las precipitaciones se evaporan antes de tocar el suelo, y los rayos impactan sobre madera árida que propaga el fuego a gran velocidad. Sobre todo, si esa madera es eucalipto. Altamente probable, cuando hablamos de Portugal.
El eucalipto es la especie más abundante en los bosques portugueses. El último inventario es de 2013 y registra 812.000 hectáreas, un 26% de la superficie forestal total. Sin embargo, no es una especie portuguesa. Es original del sureste de Australia y Tasmania y fue introducida en Europa el siglo XVIII por botánicos ingleses y franceses para sanear zonas pantanosas y controlar enfermedades transmitidas por mosquitos.
En una Portugal diezmada por la construcción naval, se plantaron 35.000 eucaliptos en Coimbra con la idea de secar los pantanos y reducir así la incidencia de malaria. Un siglo más tarde, la industria papelera escandinava empezó a comprar terreno en Portugal para plantar Eucalyptus globulus y hacer pulpa de papel. Portugal estaba perdiendo tres guerras y cambió sus leyes proteccionistas para hacer sitio a la explotación maderera.
El imperio letal del eucalipto australiano
Así fue cómo el monte portugués se convirtió en un monocultivo de crecimiento rápido y rotación corta que consume toda el agua disponible, acidifica el terreno y lo hace increíblemente inflamable. Es una especie pirófita, amiga del fuego. Cuando se incendia el bosque, conduce las llamas por la superficie pero sobrevive en la raíz, y aprovecha la catástrofe para colonizar. Como explica David Bowman, ingeniero forestal de la Universidad de Tasmania, "el eucalipto evolucionó para quemar a sus vecinos".
Todos los monocultivos son tóxicos, pero el eucalipto lo es más. Los bosques de roble, pino y castaño comparten espacio con más de 70 especies; donde hay eucalipto solo hay una docena. Su mala onda se extiende a las especies no arbóreas, que no pueden alimentarse de eucalipto ni refugiarse en él. "Nuestros insectos no pueden comer eucalipto, así que tampoco hay pájaros - explica Pedro Bingre, medioambientalista del Instituto Politécnico de Coimbra. - Deberíamos traer koalas. Al menos tendríamos algo mono que mirar".
El incendio provocado por tormenta seca es especialmente peligroso porque, como explica el ingeniero forestal Paulo M. Fernandes, catedrático de la Universidad de Trás-os-Montes e Alto Douro, suele ocurrir en espacios de difícil acceso, que dificultan las labores de extinción.
Pero además, los incendios provocan nuevas tormentas secas que, a su vez, multiplican los focos y arrastran las llamas. Los bosques que arden liberan una gran cantidad de dióxido de carbono que contribuye todavía más al calentamiento global. Esta es la naturaleza del calentamiento global: cuando se ha cruzado la primera línea de no retorno, el efecto cadena es imprevisible, y seguramente catastrófico.
Medidas locales para un problema global
El año pasado, el ministro de Agricultura, Bosques y Desarrollo Rural Luís Capoulas Santos presentó en la Asamblea de la República en Lisboa la "reforma del bosque" , un paquete de 12 medidas para "favorecer la gestión profesional del bosque, a través de entidades públicas o privadas" Una de las doce medidas es la congelación del eucalipto hasta 2030 (no se podrá plantar eucalipto nuevo pero se mantendrán las 812.000 hectáreas que ya hay). Otra es la recuperación de roble y castaño en un 40%. También del pino y el alcornoque.
Son medidas bienintencionadas, cuya "ejecución será forzosamente tarea de varios gobiernos" y, por lo tanto, poco probable. Pero, sobre todo, son medidas locales que además llegan muchos años tarde a un problema global claramente identificado, cuyas consecuencias experimentamos hace ya tiempo, en forma de huracanes, tsunamis y terremotos, generando millones de refugiados climáticos. Las medidas globales necesarias para contener el desastre son las del Acuerdo de París, del que EEUU acaba de retirarse.
El primer ministro portugués, António Costa, ha comunicado que "la situación dramática que se vive en Pedrogão no tiene paralelo, es una situación única". Ojalá tuviera razón. Todas las condiciones que han hecho posible el incendio se dan en otras partes del mundo. El año pasado en Fort McMurray (Alberta, Canadá), un incendio devastador destruyó 2.400 edificios, se evacuaron 100.000 personas y arrasó una cantidad de terreno equivalente a Hong Kong.
Distinto escenario, la misma receta: un invierno muy seco, temperaturas muy altas, fuertes vientos fuertes cruzados y baja humedad. Y la misma conclusión: efectos del cambio climático. "El cambio climático ha hecho que la temporada de incendios dure ahora 78 días más que en 1970", advertía un informe del servicio forestal estadounidense en 2015.
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