Juan Carlos Escudier
Con el tema de la eutanasia se tiene la misma sensación que un hámster en la rueda de ejercicio de su jaula: puede parecer que avanza mucho pero siempre está en el mismo sitio. Viajemos en el tiempo. Año 1993. Artistas e intelectuales firman un manifiesto que dice así: “Pedimos al Parlamento Español que, en base al respeto a la libre voluntad de aquellos enfermos que se hallen en situación irreversible de sufrimiento o dolor, y al precepto constitucional que prohíbe los tratos inhumanos y degradantes, se autorice la ayuda a morir de forma indolora a quienes así lo hayan solicitado de manera expresa y reiterada, desde su plena capacidad jurídica y debidamente informados de su estado clínico. Pensamos que un Código Penal que respete el derecho humano a decidir sobre la propia muerte, contribuirá a establecer una sociedad más pluralista y justa”.
Suscribían el texto, entre otros, Pilar Miró, Manuel Vázquez Montalbán, Terenci Moix, Fernando Fernán Gómez, José Agustín Goytisolo, Carlos Castilla del Pino, Carmen Rico Godoy y, por supuesto, Salvador Pániker. Todos muertos. El propio Pániker, uno de nuestros grandes filósofos y el principal activista del derecho del ser humano a dimitir de la vida cuando ésta se degrada más allá de lo razonable, apuntaba ya las dos razones por las que el tema de la muerte digna permanecía congelado: porque la muerte seguía siendo un tabú y porque los moribundos no iban a votar. Poco o nada ha cambiado en más de un cuarto de siglo.
Comprendemos la importancia de regular la eutanasia cuando casos como el de María Carrasco y Ángel Hernández, detenido éste por ayudar a morir a su mujer, golpean nuestras conciencias con los nudillos apretados: cuando un electricista, José Antonio Arrabal, enfermo de ELA y atrapado en el cascarón de su cuerpo casi inerte, graba su suicidio; o cuando han de pasar seis meses para que se acceda a retirar a Inmaculada Echevarría, aquejada de distrofia muscular, el respirador que la mantenía con vida. Irónicamente, la regulación de la eutanasia siempre suele dejarse morir en su tramitación parlamentaria.
Pániker no defendía, en realidad, el derecho a la muerte digna sino algo más elevado: el derecho a la autodeterminación individual y a la dignidad. Decía que el hombre plenamente libre prefiere morir a perderla y, de ahí que los poderes públicos nos prefieran esclavos. Sostenía que la eutanasia era un derecho humano de primera generación, cuyo reconocimiento era obligado en una sociedad laica y pluralista que no cree que el sufrimiento innecesario tenga sentido. Y defendía recuperar la “animalidad de la muerte”, es decir su carácter natural.
Sus planteamientos siguen vigentes. Probablemente, sea cierto también que si los enfermos supieran que tienen abierta la posibilidad de escapar de la vida se reducirían las peticiones de eutanasia porque ejercería en ellos un efecto sedante. Lo cruel no es ofrecer una salida a los horrores de la existencia sino cegar esa puerta. Ello no es incompatible con los cuidados paliativos y con el tratamiento del dolor, que no se oponen a la eutanasia sino que la complementan. En ningún caso la vida ha de contemplarse como un valor absoluto.
Por ayudar a su mujer a poner fin a su padecimiento, José Ángel Hernández se enfrenta al Código Penal que los firmantes de aquel manifiesto de 1993 querían modificar para incluir algo tan básico como la posesión del propio destino, la propiedad privada más personal. Ya hay quien pide para él y de manera anticipada el indulto.
En su defensa vaya también este fragmento del testamento que Ramón Sampedro dirigió en día a los jueces y a las autoridades políticas y religiosas para exculpar a la persona que le suministró cianuro. Decía así: “Pueden ustedes castigar a ese prójimo que me ha amado y fue coherente con ese amor; es decir, amándome como a sí mismo. Claro que para ello tuvo que vencer el terror psicológico a vuestra venganza; ése es todo su delito. Además de aceptar el deber moral de hacer lo que debe, es decir, lo que menos le interesa y más le duele”.
“Sí, pueden castigar, pero ustedes saben que es una simple venganza… legal pero no legítima. Saben que es una injusticia, ya que no les cabe la menor duda de que el único responsable de mis actos soy yo, y solamente yo. Pero, si a pesar de mis razones deciden ejemplarizar con el castigo atemorizador, yo les aconsejo –y ruego- que hagan lo justo: córtenle al cooperador/a los brazos y las piernas porque eso fue lo que de su persona he necesitado. La conciencia fue mía. Por tanto, míos han sido el acto y la intención de los hechos”. Que su abogado lo tenga presente.
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