El problema surge, sin embargo, cuando los destinos favoritos de estos expatriados con recursos no cumplen los Derechos Humanos
Afua Hirsch
La forma en que hablamos de la inmigración refleja un doble discurso impresionante. Mi propia familia es buena prueba de ello. Africanos por una rama y judíos por la otra, mis abuelos pertenecieron a una generación de "inmigrantes" que formaban parte de "diásporas". A mis padres, que vivían en Brunei poco antes de mi nacimiento, se les adjudicó la etiqueta de expatriados reservada a los inmigrantes británicos. Aunque también habría que preguntarse si esta sofisticada y exitosa presentación es válida para los británicos negros. Lo digo por experiencia propia. Trolls de Internet que parecen no tener ningún problema con los británicos nacidos en el exterior en general, consideran que mi nacimiento fuera del Reino Unido me impide ser considerada como británica. Un ataque que nunca escuché hacer contra mis contemporáneos blancos.
La diferencia entre inmigrantes y expatriados es que los primeros son un problema y los segundos pertenecen a la categoría de británicos "que disfrutan de una vida sin límites", como dicen los que los celebran. Además de en España, esta vida tiende a desarrollarse en el antiguo imperio, como era de esperar. Una mayoría de expatriados británicos se concentra en Australia, Estados Unidos y Canadá. Según una investigación del banco HSBC (que a su vez también es un invento colonial de expatriados), el mejor lugar de todos para los británicos es Singapur: bueno para la salud, para la educación y para los ingresos.
El problema es que en los últimos tiempos esa vida sin límites se ha topado con algún que otro límite. En una desagradable coincidencia, el mismo día en que Jeremy Wright (ministro británico de Cultura) se jactaba de que el Reino Unido tenía las "leyes de Internet más duras del mundo", llegaba la noticia del arresto a una antigua expatriada británica en Dubai por comentarios publicados en Facebook: a Laleh Shahravesh la detuvieron por llamar yegua a la nueva esposa de su ex marido. Sin que esto signifique una aprobación de lo que hacen los trolls en Internet, encuentro ese insulto bastante halagador en comparación con los que recibo todos los días en las redes sociales.
Brunei, donde mis padres formaron parte del circuito de expatriados, también está poniendo impedimentos a la ilimitada vida de los británicos. O al menos la de los homosexuales, o la de los que cometen adulterio o piensan en abortar. Todo eso se castiga ahora con unos sádicos actos de violencia estatal. En Londres se organizaron manifestaciones de protesta frente a un hotel propiedad del sultán (en el que casi nadie puede darse el lujo de dormir) pero el tema de las empresas británicas en Brunei y de sus miles de empleados allí fue discretamente dejado de lado.
Tal vez tenga que ver con las difíciles cuestiones que surgen cuando los países favoritos para los británicos expatriados incumplen con los Derechos Humanos. La diáspora británica (aunque nunca la llamemos así) es considerada como una herramienta útil para volver a hacer del Reino Unido una gran nación comercial en todo el mundo.
Nada parece indicar que el gobierno británico esté pensando en arriesgar eso con una postura ejemplar en relación a los abusos contra los Derechos Humanos. Se le da más peso a la Commonwealth, aunque la incapacidad de sus miembros para evitar el retroceso en Derechos Humanos de Brunei sea solo uno de muchos ejemplos. El gobierno de Emiratos Árabes Unidos ya estaba en el candelero el año pasado, cuando acusó al académico británico Matthew Hedges de ser un espía. Emiratos tiene el raro privilegio de ser el único país del mundo con dos embajadas del Reino Unido: una en Abu Dhabi y otra en Dubai. En el tribunal de apelaciones, el gobierno británico está ahora mismo defendiéndose por no haber impedido la venta de armas a Arabia Saudí, pese a las creíbles pruebas internacionales de que los saudíes usan las armas británicas para atacar de forma rutinaria a los civiles de Yemen.
Deberíamos debatir sobre la posibilidad de que el Reino Unido exija que se respeten los Derechos Humanos en otros países como parte de una política exterior ética. Como muchos de los activistas en países donde el gobierno británico sostiene a regímenes violentos, no tengo ningún problema en introducir la ética en la política exterior. Sin embargo, todavía no he escuchado al gobierno tomar la decisión, tras un completo proceso de consulta y consenso, de que vamos a seguir una política exterior no ética.
Pero aquí surge otro tema relevante sobre la inmigración. Consideramos a los inmigrantes británicos como gente con recursos, ya sea el militar de otra época destinado al Raj con todos los lujos o el actual abogado de empresa y su vida en el Golfo libre de impuestos. Si nos molestáramos en pensar sobre la perspectiva con que miramos a la migración británica, lo más probable es que llegaríamos a la conclusión de que los inmigrantes que no consideramos un problema son los inmigrantes que no son pobres.
Eso sí, somos lo suficientemente generosos como para extender nuestras ideas sobre la migración a algunas otras personas. El día en que el Ministerio de Interior anunció el procedimiento para la residencia de los inmigrantes de la Unión Europea, yo estaba hablando con un banquero holandés que lleva años viviendo en el Reino Unido. "¿Vas a solicitarla?", le pregunté, inocente. Me miró como si fuera tonta. "Me imagino que, como en todas estas cosas, habrá una exención para la gente rica", dijo.
Tiene razón, por supuesto. Suspendemos las normas cuando se trata de inmigrantes ricos. Igual que con los inmigrantes británicos, a los que ni siquiera llamamos inmigrantes. Les garantizo que en lo que tenga que ver con países como Brunei, donde viven inmigrantes británicos y además ricos, se evitará todo tipo de análisis.
Traducida por Francisco de Zárate
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