NEREA PÉREZ DE LAS HERAS
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Una tarde, en los tiempos en los que estallaron las cloacas de Hollywood, estaba de visita en casa de mis padres y en la televisión aparecía Harvey Weinstein. Comencé a insultarle de manera, digamos, barroca, como suelo hacer en la intimidad de mi apartamento (con el gato como único testigo). De inmediato, mi madre me paró los pies diciéndome que esperaba que el feminismo no me hubiera convertido en una de esas 'mujeres enfadadas'. ¿Cómo que 'una de esas mujeres enfadadas'? ¿Acaso no había razones para estar enfadada? Claro que las había, pero la expresión de la rabia es algo tan impopular entre nosotras, que es más aceptable camuflarla como solemne indignación o mejor aún, como melancólica tristeza.
¿Recordáis haber visto alguna vez a una princesa Disney enfadada? Yo no. Tristes sí, y confundidas, desorientadas, e incluso, puede ser, moderadamente indignadas... con un mohín. Recuerdo que, en un momento dado, Jasmine de Aladdin sale de una habitación con el ceño fruncido, Pocahontas se pone muy digna, Mulan moderadamente combativa, pero no hay ira en las heroínas. Ni siquiera Elsa, de Frozen, va más allá de un gesto de 'hasta aquí hemos llegado' (con el que, todo sea dicho, crea una barrera de esquirlas de hielo asesinas).
Hemos crecido consumiendo historias en la que solo las 'villanas' se permiten lanzar jarrones contra la pared y pegar cuatro gritos cuando las circunstancias justificaban un saludable cabreo. Y estas inercias no solo se han quedado en la ficción. ¿Les suena eso de 'si me hieren yo no me enfado, me quedo hecha trizas'? Este cortocircuito de emociones es más frecuente entre las mujeres y tiene que ver con la manera en la que hemos sido educadas. 'Ocurre por socialización de género –explica la psicóloga Jara Pérez, que está a punto de publicar su libro La locura como superpoder (Libros Cúpula) sobre el reconocimiento de las emociones negativas–. Primero se nos enseña que tener el amor de los demás es lo más importante en la vida. Y, de alguna forma, lo es, porque somos seres sociales y necesitamos del grupo para poder tener una vida satisfactoria. Pero a las mujeres se nos dice, además, que tenemos que medir nuestro valor en función de lo mucho o poco que se nos quiere o se nos valora', explica la psicóloga.
A los hombres, en cambio, 'se les enseña que su valor como persona lo determina el trabajo. Si sacan el enfado es que son fuertes. El mensaje que nos llega es que, como mujeres, hemos de cumplir ciertos requisitos, bastante estrictos, por cierto. Y uno de los más importantes es no enfadarse, no mostrar la rabia. Pero la rabia, si no la exteriorizas o la transformas en tristeza profunda, no desaparecerá, sino que se irá acumulando debajo de la alfombra', sostiene Pérez.
La tristeza es digna, aceptable, reposada, elegante, hasta glamourosa a juzgar por todas esas campañas de publicidad de moda en las que las modelos parece que acaban de eutanasiar a su perro o se abandonan sobre divanes como víctimas de una brutal bajada de tensión. La ira, no, así nos lo han enseñado. La ira femenina es cosa de hidras, de histéricas, de villanas de cuento.
Una serie de estudios, realizados en el año 2000 en la Universidad de Berkeley (EE.UU.) por una profesora de Psicología llamada Ann M. Kring, concluyó que hombres y mujeres experimentan la ira con la misma intensidad y frecuencia, pero que es recurrente entre las mujeres el sentimiento de vergüenza después de estos episodios. Respecto a la manera de exteriorizar el enfado, mientras que ellos tienden a los ataques verbales, nosotras solemos llorar, una reacción física más propia de la pena. Los participantes en el estudio usaban adjetivos como 'hostil' o 'malévolo' ante rostros femeninos que expresaban agresividad, mientras que el adjetivo predominante para calificar los rostros masculinos era 'fuerte'.
En defensa propia
Los asesores de Hillary Clinton le pidieron que no se enfadara durante los debates políticos y, desde las redes, fue criticada por estar demasiado seria durante el discurso de vencedora de las primarias. 'Sonríe. Acabas de tener una gran noche', tuiteó el presentador del canal de noticias MSNBS, Joe Sacarborough, cargado de condescendencia.
La mujer enfadada tiene muy mala prensa, tal vez sea ese el motivo de que Frances McDormand, que nunca ha brillado por su necesidad de complacer a los otros, lleva unos años eligiendo papeles que ponen rostro, y dignidad, a la ira femenina. Mildred Hayes, la madre de 'Tres anuncios a las afueras' (que le ha permitido ganar un Oscar) transita de la paralizante tristeza a la furia que le permite exigir justicia. Y en la miniserie de Olive Kitteridge (HBO España) interpreta a una mujer adusta, sincera y ácida, incapaz de dulcificar o falsear su forma de estar en el mundo.
Represiones peligrosas
'Mi abuela me decía constantemente que había que hacerlo todo con una sonrisa... y me lo creí. No es algo sobre lo que haya reflexionado hasta que he sido adulta, pero estoy segura de que esa clase de educación es la que me ha llevado a gestionar muy mal, no solo la ira, sino todas las emociones negativas', me cuenta Alicia, de 33 años. Ella tiene una relación muy complicada con su padre, basada en la falta de comunicación y las cuentas pendientes por una infancia falta de cariño. 'En los conflictos con él, tiendo a caer en la pena y el llanto', explica.
En sus sesiones de terapia, Alicia ha ido desentrañando cómo ha afectado este comportamiento a otras facetas de su vida. En las relaciones sentimentales, por ejemplo. 'Es algo que estoy cambiando ahora; estoy aprendiendo a reconocer e identificar los sentimientos negativos. Con mi anterior pareja, solía llorar y estar abatida cuando en realidad sentía ira. Todo esto creó una situación de confusión en la que, ante situaciones injustas, yo pasaba por frágil y él hacía cero autocrítica'. Alicia cuenta que, desde su infancia, caló en ella el mensaje de que la gente que se enfada es cargante, desagradable y no tiene autocontrol. 'Cuestiono constantemente lo que me molesta, y lo analizo para comprobar si tengo derecho a que me moleste. Hasta hace muy poco, ya de adulta, no he comprendido que el sentimiento de rechazo se justifica por sí mismo, que no va a haber ningún tribunal juzgándome porque mi irritación no es válida. Que no van a dejar de quererme porque me enfade. El hecho de que me moleste es suficiente para pararme a tratar de cambiarlo'.
En este punto, procede recordar aquella escena de 'Las amistades peligrosas' en la que la marquesa de Merteuil, interpretada por Glenn Close, cuenta muy orgullosa cómo ha aprendido a enmascarar sus emociones clavándose un tenedor en la palma de la mano (por debajo de la mesa) mientras sonríe. En su caso, la impostura resulta útil para manejarse en un entorno hostil. Cuando estamos enfadadas pero manifestamos una reacción emotiva igual o equivalente a la tristeza –es decir, cuando se impone levantar la voz pero en lugar de eso, lloramos–, también estamos haciendo algo que en parte nos compensa. ¿Estamos haciendo al otro sentirse culpable?
Lidia, de 41 años ha identificado recientemente este cortocircuito en sus relaciones emocionales. 'La inercia de dejarte caer hacia la tristeza te coloca en un lugar de superioridad moral desde el que evitas discutir las cosas o ponerlas encima de la mesa'. Lidia reconoce que, en muchas ocasiones, se ha puesto en esta posición: 'No sé identificar si es por la educación o por los estímulos que he recibido del exterior, pero enfadarme me cuesta muchísimo. Tengo que tragar mucho hasta llegar a permitirme sacar la ira, y hay un punto en el que incluso me da vergüenza'.
Para que nos entendamos, a la pena, tan digna y reposada, solo hay que dejarla pasar, la rabia en cambio es una herramienta para sacar todo lo que no nos gusta a plena luz. Y eso da miedo. 'Asusta sí –dice la psicóloga–, para movilizarse hace falta valor. El enfado conlleva otra forma de estar en el mundo más activa. Cuando se detecta ese comportamiento, hay que hacer un autoanálisis: '¿Por qué no estoy haciendo nada ante una situación que me parece injusta? ¿Qué puedo hacer para que cambiar las cosas no me suponga un destrozo mental?'. La mayoría de las personas a las que acompaño son mujeres jóvenes y muchas sufren este problema. A mí misma me remueve verlas enfadadas, tengo que pararme a pensar por qué me perturba una emoción tan natural. Lo que hago es animarlas a sacar la rabia cuando se presenta, a permitirse darle un puñetazo a un cojín y, sobre todo, a no acumularla', sostiene.
Atacar al lobo
Los estereotipos de género transmitidos de generación nos marcan. Sin embargo, vivimos en tiempos de revuelta colectiva. Recientemente, cientos de miles de personas en toda España, sobre todo mujeres, salieron a las calles (haciendo caso omiso de la mala prensa de la rabia femenina) para expresar su indignación ante la sentencia del caso de la Manada. Algo está cambiando. ¿No serán nuestras propias pequeñas tormentas las revoluciones individuales que, lejos de convertirnos en villanas, nos están ayudando a abrirnos paso? ¿Es la capacidad de alzar la voz colectivamente un reflejo de lo que está sucediendo en nuestra intimidad?
¿Qué puedo hacer?
'Obsérvate: ¿te quedas paralizada ante lo que te molesta? ¿Se convierte después esa parálisis en tristeza? Cuándo por fin te enfadas, ¿lo haces de forma muy enérgica y te resulta difícil controlarte? Si es así –afirma la psicóloga Jara Pérez– puede que estés enmascarando la ira. En adelante, incluso si estás triste, analiza la situación y pregúntate ¿ te estás dejando llevar por la tristeza para no tener que cambiar nada? Permítete los enfados, intenta no reprimirlos. No aplaces las reacciones o acabarás estallando como una olla exprés'.
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