ANÍBAL MALVAR
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El conflicto catalán ha pasado a segundo plano al conocer los españoles que la selección de fútbol va a jugar el Mundial con una camiseta que emula los colores de la bandera republicana. El presidente de la Federación Española de Fútbol, un tal Juan Luis Larrea, lo ha dicho clarinete: “Hemos recibido quejas desde lo más alto. Al Gobierno no le hace gracia ni el lío ni la camiseta. Pero la cosa no tiene fácil solución, porque la comercialización de las prendas comienza mañana y ya hay miles de ellas repartidas por los grandes centros comerciales y por las tiendas de deportes de toda España”. Para ilustración de los que solo os ocupáis del cambio climático, de los derechos fundamentales y de nimiedades otras, señalaros que la camiseta la ha fabricado Adidas, con lo cual se reduce la posibilidad de que el luctuoso hecho derive en actuación de la Fiscalía e ingreso en prisión provisional sin fianza de los diseñadores y comercializadores. Este es el nivel, queridos tataranietos del Siglo de Oro.
Ayer me tragué un programa televisivo interminable que analizaba el asunto. Entrevistaban a gentes madrileñas, catalanas, andaluzas y hasta más periféricas para que opinaran sobre la camiseta, y aunque la mayor parte desconocía cuáles son los colores de la bandera republicana, una vez se le explicaba lentamente la polémica se indignaban muchísimo. El mismo presentador, Josep Pedrerol, sermoneaba en el editorial del programa que mejor hubiera sido una camiseta que nos “representara a todos”. Este es el nivel, insisto, oh esperpénticos vecinos del Callejón del Gato.
Nadie, por ejemplo, reparó en el simpático hecho de que Adidas es una de las marcas denunciadas por Human Rights Watch en su informe de 2015 sobre la explotación laboral en Camboya y otros extrarradios de difícil republicanismo. “La presión lleva, en algunos extremos, a algunos patrones a limitar las visitas al baño y las pausas para beber agua o para alimentarse en aras de cumplir los objetivos de producción marcados. Trabajadores de 35 de las empresas investigadas denunciaron prácticas antisindicales, como el despido o la intimidación de dirigentes o contratos de duración menor a trabajadores varones, a los que se considera más susceptibles de organizarse sindicalmente”, escribía entonces desde Camboya mi admirada y querida Mónica G. Prieto en El Mundo. “La cuota de producción que nos fijaban [en el sector de costura] era de 80 [prendas] por hora. Pero cuando se aumentó el salario mínimo, la elevaron a 90. Si no lo logramos, nos gritan furiosos. Nos dicen que trabajamos con lentitud. Que tenemos que hacer horas extras. Y no podemos negarnos. Somos como esclavos, y no trabajadores. Incluso si vamos al servicio, nos llaman para que regresemos. Ni siquiera podemos ir al baño”, le decía a la periodista una de las trabajadoras entrevistadas.
Todos estos pequeños detalles, en todo caso, quedan eclipsados por el hecho incontrovertible y dramático de que nuestros futbolistas vayan a perder o ganar un mundial luciendo los pecaminosos colores republicanos. España no es país que haya dado al mundo demasiados filósofos, quitando a Álvaro de Marichalar y a la espera de que la princesa Leonor termine de leerse las Soledades de Góngora a los 12 años. Los problemas, aquí, solemos solucionarlos reduciéndolos primero al absurdo. Con esta perspectiva mental, es cierto que nos sobran filósofos incluso cuando no tenemos ninguno.
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