Los buenos sondeos para Miquel Iceta y el PSC, habrá que ver en qué terminan, han tapado el formidable traspié que el PSOE acaba de sufrir en la cacareada “comisión territorial” por obra, como era de prever, del Partido Popular. Porque justo en el momento de la creación de tal comisión en el Congreso, el representante del PP, José Antonio Bermúdez de Castro se despachaba con esta afirmación: “No hemos venido aquí con la idea de reformar la Constitución. No hay demanda social para cambiar el modelo autonómico”. Es decir, justamente lo contrario de lo que los socialistas vinieron a decir que habían obtenido de Rajoy a cambio de su apoyo a la aplicación del artículo 155 en Catalunya.
En definitiva, que esa comisión no va a valer para nada y que el PSOE no ha obtenido rédito político alguno por haberse comprometido tan a fondo en secundar al gobierno en una iniciativa de tan hondas consecuencias. Han apoyado el 155, seguramente porque no tenían otra posibilidad, pero sin lograr nada a cambio. Y el PP no ha tenido reparo alguno de decirlo bien a las claras, aunque eso no haya dejado precisamente bien parado a sus aliados del momento. Algunos hablarán de escarnio.
El PP no quiere ni oír hablar de una reforma de la Constitución y lo ha confirmado una vez más. El proyecto de federalización de España que el PSOE ha alzado como bandera tendrá que esperar. Y todo indica que mucho. Porque en el horizonte no se atisba indicio alguno de las condiciones que serían necesarias para iniciar una auténtica reforma de la Constitución.
Ese asunto no figura como prioritario en la agenda de ninguno de los grandes partidos, aunque algunos de ellos, el PSOE y Unidos-Podemos, por ejemplo, lo agiten de vez en cuando, pero sin empeñarse en serio a fin de que se avance en el mismo. Y, efectivamente, tampoco hay demanda social para que se aborde ni la reforma constitucional ni la modificación del modelo autonómico. Porque esa demanda solo surge como consecuencia de una intensa y profunda acción de agitación por parte de los partidos que creen que esos cambios son necesarios y tratan de atraer a los ciudadanos a su empeño. Y eso no se ha dado aún en España.
Si a esa falta de incentivos, de movilización, se suma la propaganda del PP y de su poderoso aparato mediático que de un tiempo a esta parte han convertido a la Constitución de 1978 en una especie de tablas sagradas que contienen toda la verdad y son intocables, comprenderemos porqué tal cuestión no preocupa lo más mínimo a la gran mayoría de los españoles, que asumen con fatalismo que eso es lo que hay y no hay más porque se lo dicen a todas horas. Y las masas del nacionalismo vasco o catalán no esperan que en Madrid vayan a hacer algo para atender alguna de sus demandas o temen que si los partidos españoles se lanzan a reformar será sólo para recortar.
Esa última tentación se ha manifestado en las filas del PP en las últimas semanas. Más de un connotado dirigente del partido de Rajoy ha dicho que los eventuales cambios habrían de ir en el sentido de reforzar el poder del Estado central y de reducir las atribuciones de los poderes autonómicos. Aunque se sabía desde hace tiempo que eso era lo que se pensaba en ese ambiente, nunca hasta ahora se había expresado tan claramente.
Pero luego, de repente, esas voces han callado. Y lo que se ha impuesto es el mensaje que Bermúdez de Castro ha transmitido en el Congreso. El de aquí no se toca nada. Como era de esperar por parte de un Mariano Rajoy al que le horrorizan los cambios. Sobre todo, porque debe de temer que cualquier intento de modificar lo existente altere el statu sobre el que está montado y termine llevándoselo por delante.
Y a pesar de todo lo anterior, parece ser que la necesidad de reformar la constitución y el modelo autonómico son necesidades imperiosas y urgentes. El texto elaborado por diez de los más prestigiosos catedráticos de derecho y constitucional de nuestro país, algunos catalanes, otros andaluces y procedentes de otras regiones, es tajante a ese respecto. “La incapacidad de los partidos para reformar la constitución pone en peligro el propio sistema político. La situación es crítica”, se dice en su prólogo.
Y el problema no es únicamente lo que ocurre en Catalunya, que no terminará con las elecciones del 21 de diciembre, ni mucho menos, y cuyo inicio de solución requiere de una reforma a fondo del mecanismo de su relación con el Estado central en muchos órdenes. Sino que el conjunto del actual sistema autonómico está acabado, no resuelve los problemas de funcionamiento y ha creado, y ya desde hace algunos años, algunos nuevos, pero de enormes y catastróficas dimensiones.
La crisis económica sacó a la luz el desvarío en el que habían caído los dirigentes de no pocas autonomías, sus gastos y endeudamiento incontrolado, las atribuciones para hacer las locuras más injustificables que les habían conferido sus parlamentos regionales. Casi desde el momento en que llegó al poder en 2011, Rajoy utilizó esa mala imagen de las autonomías para hacer recaer sobre ellas buena parte de los recortes que Bruselas había exigido, antes y después del rescate financiero. Sin modificar un ápice el modelo, no fuera a ser que algunos barones se le rebelaran porque les quitaba poder. Y el resultado, hoy en día, es lo que el presidente valenciano Ximo Puig acaba que denunciar: que su comunidad tiene que endeudarse para pagar los gastos sanitarios y de educación.
Esa afirmación puede ser exagerada o matizable. Pero basta hablar con algún funcionario autonómico para intuir que el sistema no funciona o, lo que es peor, amenaza con un desastre que puede producirse de un día para otro. Con todo y con eso, que deben saberlo perfectamente, Rajoy y sus gentes no quieren reformar nada y prefieren que la cosas sigan como están, con algún parche de por medio si no hay más remedio, porque mientras no estallen ellos seguirán en el poder.
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