Isaac Rosa
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Llámenme resentido, pero no puedo evitarlo: cada vez que veo a la infanta en el banquillo, tan cariacontecida ella, me acuerdo de la boda que le pagué hace casi veinte años. En Barcelona, si recuerdan. Una boda por todo lo alto, como manda la tradición monárquica. La pagué yo, la pagamos todos. Ese “todos” del “Hacienda somos todos” que ahora resulta que solo era un eslogan publicitario.
La versión oficial fue que el rey se hizo cargo de los gastos de la boda de su hija, usando la asignación presupuestaria que el Estado (“todos”, otra vez) le entrega cada año. Cuesta creerlo, por la magnitud del evento, pero seamos por un rato ingenuos y aceptemos que sí, que el padre de la novia pagó de su bolsillo el fastuoso banquete para 1.500 invitados, el alojamiento de su extensa e internacional familia en lujosos hoteles, y los desplazamientos de invitados.
Aun así, nos tocó pagar un buen pellizco. Hagamos memoria, esa memoria que hoy escuece al verla en el banquillo y recordamos lo que hemos vivido juntos, y lo que hemos pagado juntos: toda una vida. Aquel 4 de octubre de 1997 el ayuntamiento de Barcelona vistió de gala edificios y balcones, y le dio más que una manita a las calles. Como eso era poca cosa, montó el día antes una fiesta de luces, música y castillos de fuegos artificiales, y repartió 300.000 flores a los que aplaudían al paso del Rolls de la feliz pareja.
La autoridad competente (es decir, nosotros) le dio un arreglito también a la catedral, y nuestra TVE se dejó más de 700 millones de las antiguas pesetas enretransmitir la boda. Además hubo que poner 4.500 policías en las calles, que dietas incluidas supusieron 600.000 euros, según se publicó entonces. Ya sabemos cómo se hacían las cuentas en todo lo que tiene que ver con la familia real, así que tiren por lo alto todas esas cantidades.
No “todos” pagamos lo mismo: dependiendo donde viviéramos, nuestro ayuntamiento y comunidad autónoma fueron más o menos generosos a la hora de los obligados regalos institucionales: tapices, joyas, obras de arte… No fue la típica lista de boda del Corte Inglés, ya se imaginan.
En realidad, no sabemos por cuánto nos salió la boda. No lo sabemos, porque entonces no lo preguntábamos, ni nos importaba. Por aquella época la opacidad de la corona era total, las autoridades competían por quién era más cortesano, y los ciudadanos les gritábamos “guapos” al paso de la comitiva, presumíamos del impacto en imagen turística, y sosteníamos muy serios que un presidente de la república siempre sería más caro que un rey tan barato como el nuestro. Sí, aquellos éramos nosotros, aunque ahora no nos reconozcamos.
Si cuento todo lo anterior es para dar la medida de la ingratitud de la pareja que ayer se sentó en el banquillo de Palma. Así nos lo agradecieron. Llámenme resentido, pero no puedo evitar pensar que poco después de que les pagásemos la boda, pusieron en marcha el Instituto Noos y empezaron a meter mano en el dinero público y a defraudar a Hacienda.
Pero si hoy recuerdo aquella boda es también para que no nos escandalicemos tanto al saber que encima le estamos pagando el abogado a la infanta. Si le costeamos aquel bodorrio, lo del abogado es calderilla. ¿Qué, que no saben que le estamos pagando la defensa? No, no me refiero a la minuta de Miquel Roca y su prestigioso equipo. Hablo de los otros dos abogados que le pagamos entre todos: el fiscal y la abogada del Estado.
Ambos se emplearon ayer a fondo en la defensa de su clienta, con tanto entusiasmo que hasta se pasaron de frenada y sonaron a recochineo: el fiscal citando al republicano Azaña para defender a una Borbón; y la abogada del Estado dejando el “Hacienda somos todos” en papel mojado, papel publicitario. No pasa nada, venga, que esta ronda también la pagamos nosotros.
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