ANITA BOTWIN
Como ya contaba anteriormente aquí, el sistema patriarcal provoca que las mujeres suframos unas condiciones de vida más duras: trabajos más precarios, menor salario, mayor pobreza, trabajos invisibilizados como los cuidados no remunerados y las responsabilidades familiares; sin contar con la lacra de la violencia machista.
Todas esas peores condiciones de vida tienen su consecuencia directa en una peor salud. Se me antoja complicado hablar de salud y no hablar de las que más carecen de ella: las mujeres pobres. Y lo haré empezando por contar la historia de las mujeres de mi familia.
Mi abuela siempre vivió en la pobreza y cuidó de todos sus hijos y de su marido. Recuerdo sus manos curtidas y arrugadas, su sonrisa siempre a medias, y su mirada cansada. Tengo un vago recuerdo, porque murió joven. Un día, ella iba en el tren para visitar a sus nietos y le dio un infarto. Falleció a la edad de 62 años. No iba al médico, no se quejaba, se sacrificaba por los demás y no se permitía “el lujo” de darse a sí misma. Más tarde comprendí, que muchas mujeres de nuestras historias han renunciado a sus propios cuidados para sobrevivir como podían y sacar adelante a los suyos. También he pensado en muchas ocasiones, que su muerte en esas circunstancias podía haberse evitado.
Mi otra abuela jamás se quejó. Ni siquiera cuando estaba en las últimas tras varios ictus. También lo dio todo por los demás, primero por sus hijos y después por sus nietos. Ambas, mujeres de la posguerra, viviendo con lo puesto, y sin más tiempo que el que prestaba el reloj para sobrevivir, sin espacio para la queja.
La generación posterior no cambió demasiado. Mujeres trabajadoras todas, sacando adelante a su familia dentro y fuera de casa. Muchas de ellas relacionadas directamente con los cuidados en ambos ámbitos. Aunque algo mejor que sus madres, que vivieron comiendo cáscaras de patata, su salud muy relacionada con su forma de vida. Algo se había evolucionado en cuanto a recursos, pero no lo suficiente. Son estas condiciones más duras, las asociadas a la precariedad –no sé si estoy muy conforme con este término-, las que hacen que la salud sea peor que en situaciones de privilegio y mayores recursos.
Si la pobreza tiene rostro de mujer, la mala salud también. Las personas pobres mueren más jóvenes y sufren mayores discapacidades, están expuestas a riesgos más elevados como consecuencia de unas condiciones de vida poco saludables, tanto en los hogares como en los puestos de trabajo. Si bien tanto mujeres como hombres sufren la pobreza, la discriminación de género significa que las mujeres cuentan con menos recursos para hacerle frente.
La ONU calcula que, en el mundo, siete de cada diez pobres son mujeres y según datos de Naciones Unidas, el 60% de las personas que pasan hambre en el mundo de forma crónica son mujeres y niñas. Otros datos, también de la ONU, relativos a 89 países, hablan de que hay 4,4 millones más de mujeres que viven en la extrema pobreza en comparación con los hombres y hacen una relación directa con la carga de trabajo doméstico no remunerado.
Además, tampoco nos diagnostican bien. La visión androcéntrica de la salud se mantiene en el momento actual en las investigaciones, dando lugar a la aplicación a las mujeres de los resultados de los estudios obtenidos en los hombres. Esto ha tenido graves consecuencias para la salud de las mujeres.
Somos peor diagnosticadas que los hombres en al menos 700 patologías, según el libro Perspectiva de género en medicina. El libro, también recoge que, a pesar de que varios estudios científicos concluyen que las mujeres que toman medicamentos cardiovasculares tienen entre 2 y 2,5 veces más probabilidades de padecer efectos secundarios que los hombres con el mismo fármaco, los profesionales sanitarios siguen usando las mismas dosis para ambos sexos.
Los sistemas de salud tratan algunas enfermedades con medicamentos probados exclusivamente en hombres, sin tener en cuenta características como las diferencias hormonales o las situaciones de los momentos reproductivos de la mujer. Actualmente, el número de mujeres que mueren por infarto es mayor que el de hombres y es algo que se explica porque los estudios que se han hecho sobre el infarto han sido fundamentalmente en ellos. Los síntomas son distintos, pero en el imaginario tenemos el del dolor de brazo. Pues bien, en mujeres se manifiesta con dolor en el cuello y abdominal.
Las mujeres vivimos más que los hombres, pero con peor salud. A lo largo de su vida van acumulando los efectos de las diferentes brechas de género: una de ellas se detecta en el rol de cuidadora. Según un estudio de Closingap, 6 de cada 10 cuidadores de personas mayores y enfermos crónicos son mujeres que dedican al año 1.800 millones de horas no remuneradas.
Por todo ello, parece que aunque haya voces que hablen de igualdad entre hombres y mujeres, parece que aún queda mucho para ello.
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