DAVID TORRES
Esperanza Aguirre, que alcanzó el poder mediante la carambola de dos tránsfugas oportunamente alineados, gobernó durante tiempo inmemorial la Comunidad de Madrid con mano de hierro. Esta metonimia metalúrgica es triplemente oportuna: por la admiración que Aguirre siente ante Margaret Thatcher; por los consejeros y consejeras que la escoltaron en el cargo, evocando la nomenclatura de Juego de Tronos; y por la férrea tenacidad con que su mano, una vez puesta en la hoguera, ha aguantado cualquier tentativa de fundición, ya fuesen mamandurrias, podredumbres, bochorno o vergüenza torera, después de achicharrarse hasta la médula. Hasta la fecha, Aguirre ha atravesado las llamas de la Púnica, de Lezo y de la Gürtel sin inmutarse, como Daenerys Targaryen entre dragones, saliendo impávida del otro lado de la mierda, mientras que sus satélites, mayordomos y sucesores iban pringando uno detrás de otro.
También ha atravesado, al igual que Cersei Lannister, los insultos y salivajos de una muchedumbre exaltada por esa nube de fatalidad que parece perseguirla allá donde va y que misteriosamente la ha protegido hasta ahora de la hoz de la justicia. Qué culpa tendrá ella de que, con un mal gusto infalible, su dedo haya ido eligiendo adláteres y discípulos cada uno más chungo que el anterior pero menos que el precedente. La mano de Aguirre, incorruptible como ciertas reliquias y huesos de santos, va transformando en cenizas, titulares de periódicos y sentencias judiciales todo lo que toca, especialmente las cabezas de sus allegados. Cuando una fiscal le preguntó si desconocía el mecanismo de comisiones y sobornos con que funcionaban los actos públicos y las campañas del PP, sólo le faltó una boina para girarla entre los dedos y hacer un megamix entre Azarías y Lina Morgan.
Y ésta es, a grandes rasgos, la trayectoria política de la señora que la flamante presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, ha puesto como ejemplo, rumbo, espejo y timón de su futura gestión durante el discurso de investidura. Algo lógico, teniendo en cuenta que una de sus funciones, durante el gobierno de la inefable lideresa, fue tuitear en nombre del perrito de Esperanza Aguirre, Pecas, los ladridos, gemidos y carantoñas que el pobre animal no podía teclear por falta de una adecuada digitación. Es verdad que por aquel tiempo Díaz Ayuso hacía otras cosas, pero probablemente ninguna más importante ni más inocente que dar voz a un perro. Tampoco se le podía pedir más a una mujer que, en plena campaña electoral, se soltó el pelo a base de propuestas surrealistas como garantizar una paga para los concebidos no nacidos en el seno de una familia numerosa, tronar contra la dictadura progre que lo empapa todo o lamentar la falta de atascos en el centro de Madrid por culpa de las medidas de Carmena, una de las señas distintivas de la capital junto con la Cibeles, el Bernabeu y las obras faraónicas de Gallardón.
Hay una pose misteriosa que ha llamado la atención en muchas de las fotos tomadas a Díaz Ayuso: es una cara de pasmo infinito, de alucine en technicolor con los ojos despatarrados y la boca entreabierta, una cara de monja en trance de ascender a los cielos, como si estuviera viendo pasar un ángel, un dragón, un sobre lleno de billetes, un altillo forrado de billetes, Cristina Cifuentes mangando cremas en el Eroski, un perro tecleando en internet, una vaca volando, un concebido no nacido, una fiesta del Orgullo Gay en la Casa de Campo, un jamón con chorreras, las armas de destrucción masiva de la guerra de Irak, los 18 millones de los Pujol que acaban de descubrir en un banco suizo o la mano de hierro de la presidenta señalándola para que se quite el chándal y salga a jugar. Seguramente Díaz Ayuso estaba viendo eso: a ella misma en el puesto de presidenta de Comunidad de Madrid. Los jueves, milagro.
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