Aníbal Malvar
Hay otros carteles destinados a mujeres (eso sí, nunca a otros sexos fuera de los dos convencionales). Aquí los modelos son estudiantes masculinos con más tableta que cacumen (vale, reconozco que esta simplificación es producto de mi envidia hacia la juventud y la belleza), doctos facultativos de interesante prestancia madura con gafas de pasta que cuestan una pasta y bata blanca, y ejecutivos informalmente encorbatados a los que solo les faltan dos canas para ser George Clooney.
Con todos mis respetos a todos estos modelos, si les cambiamos el lema electoral, sus reclamos mejor servirían como anuncios de contactos sexualeshigh standing. Sobre todo los de las chicas, no sé por qué (sí sé por qué,Cañete).
Lo que quiero decir con todo esto es que echo de menos los carteles invitando a votar con rostros de hombres y mujeres consumidos por años de desempleo, carteles pidiendo el voto con gestos de niños mal alimentados, con tristezas de licenciados en medicina bajo el gorrito de repartidor de McDonalds, con cadáveres de ancianos desahuciados que han optado por la vía rápida, con miembros mutilados de obreros explotados, con niños enfermos de cáncer a los que se les niega la atención, con la sonrisa carnívora deLuis Bárcenas y Rajoy contando billetes de quinientos. O sea, carteles electorales con imágenes de la Europa real.
Esto de que nos inciten a votar con las mismas estrategias con las que nos invitan a consumir la chispa de la vida es insultante para la democracia y para los demócratas. Hemos mercantilizado tanto la democracia que vamos convirtiendo el voto en un producto de consumo, aunque nos parece que nos sale gratis. No nos sale gratis. Para empezar, esos carteles de gente bellísima llamándonos a votar a otra gente bellísima, también los pagan los parados, los desahuciados, los desasistidos, los miserables (en el sentido victor huguiano), los no bellísimos, los pordioseros. El diccionario de los pobres es el único ser menestral que ha ganado con esta falsa crisis: ha recuperado la palabra pordiosero. No ha ocurrido con otras palabras. El término millonario solo ha modificado su semántica de pesetas a euros. Que, por cierto, no es cosa baladí.
Disculpad mi brutalidad, que nunca quiero ofender a casi nadie. Pero a mí estos modelos de los carteles electorales que ha difundido el Parlamento Europeo me incitan más a follar con sus prototipas que a votar con ellas. Yo quiero votar con los que no aparecen en las fotos. Con los que sonríen raramente con una sonrisa sin dientes. Con los muertos del Tarajal. Con los que no gozan de sueldos diferidos ni de ningún tipo de sueldo.
Se calcula que en estas elecciones europeas de mañana puede haber una abstención de hasta el 60%. Supongo que la mayoría que se abstiene es esa que no aparece tan balsámica en los carteles que hoy gloso con melancolía. Supongo, querido 60%, que si os dejáis hacer mañana tendréis un plan alternativo. No votar es cargar, mansamente, los fusiles del pelotón de tu fusilamiento. Ya sé que estoy pontificando como un gilipollas. Pero es que hoy, como es jornada de reflexión, solo escribo para mí mismo. Y, como tanto por ciento, me considero una mierda. No me hagáis mucho caso. Como tanto por ciento. Vosotros sois el 60. La abstención es sinónimo de astenia, creo yo en mi corto entender. Y si los que os dejáis hacer sois mayoría, o sea, yo acato y me contagio de vuestra mayoritaria debilidad. Es lo que tiene ser demócrata, amores míos. La receta es sencilla: cuatro partes (40%) de iniquidad y seis partes de silencio.
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