sábado, 21 de abril de 2018

Cuando la sangre tiñó el valle de Dios

Hace 80 años se produjo la matanza de los trabajadores del hospital psiquiátrico de La Cadellada, uno de los sucesos más brutales y menos conocidos de la Guerra Civil en Asturias.


Miguel Barrero ctxt.es

http://memoriahistorica.org.es/

Es habitual, en primavera y en verano, encontrar grupos de turistas merodeando por Valdediós. También es absolutamente lógico, porque el lugar merece una visita. Cuentan que lo que originalmente fue el valle de Boides recibió ese apelativo allá por el medievo, cuando se concluyó que un paraje tan hermoso sólo podía deber sus credenciales a la divinidad, y de la relevancia política y espiritual que tuvo entonces dan fe los dos edificios que han venido resistiendo como buenamente han podido al tiempo y los intermitentes abandonos. Uno es la coqueta iglesia de San Salvador, levantada en el siglo IX y considerada una de las grandes joyas del arte prerrománico. El otro, situado a escasos metros dentro de la misma parcela, es el imponente monasterio de Santa María, cuya fábrica actual engloba una iglesia románica, un claustro renacentista y unas dependencias conventuales datadas en época barroca, aunque sometidas a múltiples reformas con posterioridad. El recorrido guiado, y parcial, por el conjunto dura aproximadamente media hora. Se explican muchas cosas acerca de la historia del lugar y sus peculiaridades artísticas. Nunca se menciona que, en la madrugada del 27 al 28 de octubre de 1937, el horror convirtió aquel paisaje hermoso en el escenario de una pesadilla. Que esa noche, durante unas horas eternas, el diablo trasladó sus enseres hasta el corazón del valle de Dios para teñir sus predios de sangre.
Monasterio de Valdediós
Para contar esta historia hay que remontarse a los inicios de la Guerra Civil. Tras el levantamiento militar de julio de 1936, la ciudad de Oviedo se declaró partidaria de los rebeldes mientras los grandes núcleos urbanos que se extendían por sus alrededores —Gijón, Avilés, las cuencas mineras— mantuvieron su lealtad a la República. Eso hizo que la contienda, en Asturias, consistiera en una larga marcha sobre la capital. Dentro del cerco que sobre ella establecieron los milicianos en un primer momento, en la periferia ovetense, se encontraba el hospital psiquiátrico de La Cadellada. La línea que separaba las dos zonas del frente estaba tan próxima al centro sanitario que algunos trabajadores dejaron de acudir a sus puestos ante la imposibilidad de traspasarla a diario. El 13 de octubre los combatientes republicanos consiguieron tomar el hospital, pero tuvieron que abandonarlo cinco días después, a resultas de una contraofensiva de sus adversarios. Se llevaron con ellos a los enfermos que no habían sido recogidos por sus familias y a los trabajadores que permanecían en el centro, algunos de ellos reincorporados cuando el equipamiento se resituó en zona republicana y, según parece, bastante comprometidos con la defensa de la legalidad vigente. En Gijón, convertida provisionalmente en capital de la provincia al encontrarse Oviedo en manos de los sublevados, decidieron que la mejor solución pasaba por trasladar a médicos, profesionales y enfermos a un lugar apartado en el que pudieran mantenerse a salvo. Eligieron para tal fin el monasterio de Santa María de Valdediós, que entonces desempeñaba las funciones de seminario diocesano y había sido abandonado al inicio de la contienda.
Enfermos en el claustro del monasterio de Valdediós en enero de 1937
Parece que, durante una larga temporada, la vida allí fue plácida. Los médicos y el personal de enfermería se instalaron en las dependencias del propio convento y en los pueblos vecinos. Los internos ocupaban las celdas del convento. Los hijos de los empleados acudían a una escuela cercana. Algunas fuentes creen que no toda la plantilla se mantuvo estable y hubo profesionales que se incorporaron más tarde y otros que sólo permanecieron allí un tiempo. También se cree que al monasterio llegaban personas que no poseían ningún trastorno psíquico, pero necesitaban esconderse o curar las heridas sufridas en los combates del frente. Mª Paz Pérez, hija de uno de los trabajadores, recordaría muchos años después que hasta allí llegaron heridos procedentes de los hospitales instalados en la zona de Covadonga. La vida transcurrió con relativa tranquilidad hasta que en octubre de 1937, aproximadamente un año después de la mudanza, comenzaron a llegar noticias desalentadoras. Las tropas franquistas avanzaban y la defensa republicana apenas existía. El desenlace era tan inminente como irreversible: el día 20 el Consejo Soberano de Asturias y León ordenó la evacuación republicana a través del puerto de Gijón, ciudad que los rebeldes tomarían bajo su mando al día siguiente.
La noche feroz
Por aquellas fechas hubo profesionales del hospital que optaron por huir, debido al miedo que tenían a las posibles represalias. Otros se quedaron porque pensaban que, al fin y al cabo, no habían hecho más que cumplir con su obligación de funcionarios dependientes de un Gobierno legítimo. Los primeros temores fundados aparecieron el 22 de octubre, cuando hacia las tres de la tarde llegaron a Valdediós los soldados del IV Batallón Arapiles 7, perteneciente a la 6º Brigada Navarra, bajo la tutela del comandante de caballería Emilio Molina y acompañados por un capellán. Celebraron una misa y luego se acomodaron en el monasterio. Estaban allí para quedarse. La convivencia, pese al estupor inicial y contra todo pronóstico, se desarrolló con normalidad. Los soldados respetaban a los trabajadores y a los enfermos. Dada la cordialidad imperante, hubo quienes se confiaron y llegaron a albergar la esperanza de que los militares sólo quisieran asegurar el control del psiquiátrico. Para su desgracia, no tardarían demasiado en percatarse de su equivocación.
El 27 de octubre se presentó en el monasterio un hombre vestido de negro, cuya identidad jamás pudo verificarse, que hizo entrega de una lista al mando del batallón. Éste, tras leer en voz alta los nombres que figuraban en ella, detuvo a cinco personas, que fueron trasladadas a la cárcel de Villaviciosa, y mantuvo confinado en el cenobio a otro grupo. Por la tarde, alguien ordenó a las enfermeras que preparasen una cena que habrían de servir a los soldados en una dependencia conocida como la sala de física, seguramente debido a las lecciones que allí se impartían cuando el monasterio funcionaba como seminario. Fue en ese espacio donde se desencadenó el horror. Esa noche los militares, avivados por el alcohol y la impunidad, obligaron a bailar a las enfermeras, las desnudaron, las violaron y, por último, las condujeron junto a otros compañeros del psiquiátrico a un terreno situado a espaldas del monasterio y conocido en aquellos lares como el prau de don Jaime. Allí les obligaron a cavar su propia fosa y después les dispararon. Unas horas después, con la del alba, el batallón abandonaba Valdediós. En una casa próxima al cenobio vivía Anita Rodríguez, entonces una niña, que aquella misma mañana bajó con su padre para averiguar el porqué de los gritos que habían podido escuchar durante la noche. Se encontraron la tierra movida y vieron cómo sobresalían entre el barro las extremidades de los muertos. Los verdugos ni siquiera se habían preocupado de enterrarlos decentemente. Su padre fue expeditivo: “Esto no puede quedar así”. Regresó con una pala y los cubrió. El relato a media voz de cuanto había ocurrido aquella desgraciada noche en Valdediós se propagó por la comarca. Los niños de la zona dejaron de ir por allí a coger castañas.
El prau de don Jaime
Algunos años después, en torno a 1965, Anita se encargaba de enseñar el monasterio a los turistas y recibió a un visitante que, tras recorrer con ella el edificio, le pidió expresamente que le enseñara la sala de física. Cuando estuvieron en ella, el hombre se derrumbó y le confesó que él había sido uno de los soldados participantes en la matanza y que el horror de aquel aquelarre sangriento no había dejado de perseguirle desde entonces. Fue ése el eco más notable de una historia que en Asturias se fue transmitiendo entre susurros hasta bien entrada la democracia. A instancias de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, la fosa de Valdediós fue excavada en julio de 2003. Se hallaron en ella diecisiete cuerpos. Menos de los que contaban los pocos testigos que habían podido dar cuenta del suceso —decían que habían sido asesinadas allí más de treinta personas—, pero suficientes para constatar el alcance y la arbitrariedad de la matanza.
El antecedente de Somiedo
A la hora de relatar la historia de Valdediós siempre surge una pregunta inevitable: ¿por qué? Si bien la lógica de la guerra aporta una explicación plausible para el episodio de la lista y las detenciones realizadas tras su lectura —seguramente a personas que tenían a sus espaldas una marcada trayectoria política o sindical—, resulta verdaderamente terrible, por lo crudo y por lo inverosímil, el final que se les reservó a unos trabajadores que se habían limitado a cumplir con su deber. Sin embargo, esa misma lógica belicista no suele estar reñida, aunque resulte paradójico, con parámetros meramente irracionales, y es posible rastrear las razones de la masacre de Valdediós en otro hecho acaecido también en Asturias, en este caso entre las montañas suroccidentales, y que, en estremecedor paralelismo, tuvo como involuntarias protagonistas a tres enfermeras que prestaban auxilio a los heridos en la zona franquista.
Se llamaban Pilar Gullón, Octavia Iglesias y Olga Monteserín. Fueron enviadas desde Astorga al frente de Asturias en los primeros compases de la Guerra Civil y se las destinó a un pequeño hospital de campaña habilitado en los alrededores de Pola de Somiedo. Ni ellas ni el médico quisieron huir cuando los republicanos tomaron el puesto. Los milicianos apresaron a las tres mujeres y las violaron durante la noche. Al día siguiente fueron fusiladas por tres milicianas que se habrían ofrecido para tal fin. De todo ello se responsabilizó a Genaro Arias, líder minero de la UGT y jefe de las milicias de la zona. Las semejanzas con el caso de Valdediós saltan a la vista, pero causan escalofríos, de tan evidentes, si se presta atención a las fechas: las enfermeras de Astorga fueron capturadas, vejadas y asesinadas entre el 27 y el 28 de octubre de 1936, justo un año antes de que el batallón Arapiles ejecutara su matanza en el monasterio.
La memoria histórica, otra vez
Las atenciones que se dispensaron a las mujeres de Somiedo, por un lado, y a los trabajadores del hospital psiquiátrico de La Cadellada, por otro, son una buena muestra de las dos varas de medir con que las víctimas de la Guerra Civil se han visto tratadas en España. Unas y otros perecieron a causa de la brutalidad instaurada por toda la península en aquellos años terribles, pero eso no quiere decir que no se deban poner matices en ambos flancos. Cabe recordar que, mientras en el caso del psiquiátrico hablamos de funcionarios públicos, en el de Somiedo se trataba de personal voluntario, aunque eso no disculpa la brutalidad con que se intervino en uno y otro episodio ni mucho menos ampara el recurso a la ley del Talión por parte de las milicias nacionales. Hay, en cualquier caso, diferencias más relevantes.  No debe orillarse, al referirnos al asesinato de las enfermeras franquistas, que este tipo de acciones no sólo se llevaban a cabo sin el permiso de las autoridades republicanas, sino que en la gran mayoría de los casos tenían lugar a espaldas de éstas —el propio Genaro Arias negó su participación en los hechos de Somiedo, y hubo en el juicio testimonios que respaldaron su versión—, por lo demás provistas de un aparato legal destinado a castigar convenientemente tales aberraciones. En el caso de Valdediós, la presencia de un capellán junto a los soldados —algunos testimonios aseguran que él mismo se encargó de dar la extremaunción a los profesionales sanitarios, según iban cayendo en la fosa que habían cavado con sus propias manos— parece indicar que al menos ciertas instancias eclesiásticas no estaban del todo a disgusto con esos procederes.
La otra gran diferencia tiene que ver con lo que sucedió después. Las enfermeras de Somiedo recibieron sepultura en la catedral de Astorga, donde aún hoy se veneran sus cuerpos, a los que el régimen incorporó desde el primer minuto el apelativo de “mártires”. Se encuentran, actualmente, en proceso de beatificación. Los muertos de Valdediós, ya se ha apuntado, permanecieron durante décadas hacinados en la misma fosa común donde cayeron tras los disparos sin que nadie se aviniera a desempolvar su recuerdo hasta que la entrada del nuevo siglo impulsó la recuperación de lo que se ha dado en llamar memoria histórica. Junto al lugar donde estuvieron, al pie del prau de don Jaime, se levanta en nuestros días un monolito esculpido por el artista Joaquín Rubio Camín. Un tímido cartel anuncia, al lado del aparcamiento dispuesto para los turistas, que a través de un camino de tierra que discurre entre castaños se llega al lugar del enterramiento. Allí reposaron en el olvido, durante casi setenta años, Claudia Alonso Moyano, Luz Álvarez Flórez, Rosa Flórez Martínez, Urbano Menéndez Amado, Emilio Montoto Suero, Soledad Arias Menéndez, Antonio Piedrafita García, Oliva Fernández Valle y David Cueva Rodríguez. Otros no han podido ser identificados con certeza, aunque bien pudiera tratarse de Casimiro García, Antonio González, Antolín González, Consuelo Iglesias, Julita Menéndez, Soledad Menéndez, Pilar Quirós, Manuel Vallina o Francisco Vázquez, todos ellos trabajadores de La Cadellada cuya pista se perdió tras la caída de Asturias. Nunca hablan de ellos los guías del monasterio. Seguramente tampoco los mencionen las carmelitas samaritanas del Corazón de Jesús que desde junio de 2016 ocupan el cenobio y que el pasado 19 de julio compartían en las redes su alborozo durante una simpática excursión al Valle de los Caídos. La memoria, ocho décadas después de aquellos sucesos, sigue sin ser siempre ecuánime. Por eso es de justicia que, al menos de vez en cuando, alguien recite esos nombres que estuvieron demasiado tiempo sin pronunciarse y que algunos habrían preferido borrar aquella noche lejana en que el mismísimo demonio usurpó el valle de Dios.
Fotografía destacada: Trabajadores del hospital psiquiátrico La Cadellada posando ante la iglesia del monasterio de Santa María de Valdediós en enero de 1937. CONSTANTINO SUÁREZ / MUSÉU DEL PUEBLU D’ASTURIES (GIJÓN)

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