martes, 11 de marzo de 2014

Papanatas

Capitán Lagarta 

Ojo al dato que democracia, diría Churchill, es que llamen al amanecer a la puerta de tu casa y sea el lechero.



Un economista italiano del siglo diecinueve, Wilfredo Pareto, formuló la ley del 80-20: el veinte por cien de la población mundial posee el ochenta por cien de la riqueza. Este principio es aplicable tanto a la gestión del tiempo: el ochenta por ciento del tiempo es desaprovechado, como a la calidad, campo en el que se dice que el veinte por cien de los errores produce el ochenta por cien de los fallos. Endilgado a la política dicho axioma vendría a poner de manifiesto que el veinte por ciento de los políticos hacen el ochenta por cien del trabajo, estando constituido el ochenta por cien restante por una muchedumbre electa de individuos que tienen como principal misión el hacer bulto. Sujetos que creyéndose de sus frustrados papás que tenían que ser más que ellos, que la vida es muy dura y que debían arrimarse a los que mandan, aprendieron a trepar. Se habla mucho de lo injusto que resulta incluir por decreto un cincuenta por ciento de señoras en las listas electorales, cuando el verdadero debate debería estar el dudoso mérito de quienes las integran. La estupidez no entiende de género. Unos parecen inteligentes porque gastan gafas, otros porque estudiaron una carrera, otros porque llevan papeles en una carpeta, otros porque jamás abren la boca y absolutamente todos por esa sonrisita autosuficente que metacomunica “hay que ver cuantas cosas hago por el pueblo y qué desagradecida es esta profesión”. Cerebros que solo alojan cuatro ideas y sus posibles combinaciones; entendederas que cuando, con algún razonamiento diferente, alguien saca de su cómodo y limitado mundo de dieciséis, entran en un cortocircuito del que solo saben salir pegando con el puño en la mesa. Parecen fabricados en serie y portan a la espalda, como las muñecas de antes, un compartimento con una pila y un disquito que repite dos o a lo más tres frases grabadas por algún lobby. El capitán sabe que estas palabras a nadie hieren  pues a nadie van: al explicar a un estúpido cómo es la estupidez, siempre mira hacia atrás. Desde las bancadas aplauden al unísono las gracias de sus portavoces con la energía y el compás de los ruidosos platillos de otro viejo juguete, el mono de cuerda. Es común que al votar se equivoquen de botón porque en el fondo les da igual, porque su posicionamiento político es ambíguo, ambivalente, ambidextro y solidamente posicionado a la derezquierda. Un espectáculo capaz de sacar su cómodo retiro a la vieja guardia; lo nunca visto, viejos echando avispas a los huevos de la gente joven; carcamales que gritan “¡indignaos!”; ancianos que saben que una democracia en manos de papanatas, impostores, egoístas y trepas de segunda fila es caldo de cultivo, puerta de entrada y alfombra roja para la llegada del mismísimo demonio. Ojo al dato que democracia, diría Churchill, es que llamen al amanecer a la puerta de tu casa y sea el lechero.



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