Mujeres sirias esperan para registrarse en el campamento de Arsal (Líbano) en noviembre. / ACNUR
El 7 de marzo, los activistas de Kafranbel, conocidos por sus elaboradas consignas, exhibían una elocuente pancarta: “Hermanos ucranianos, no os rindáis a los salvajes rusos, continuad adelante, depended de vosotros mismos y nunca os fiéis de la comunidad internacional”. Más allá del sumario sentimiento antirruso, justificado por el apoyo de Putin a Damasco, y del no menos justificado escepticismo hacia los que se proclaman en Occidente defensores de la “democracia” y los “derechos humanos”, la pancarta de Kafranbel demuestra que, mientras lo más doloroso sigue ocurriendo en el interior de Siria, lo más importante, lo más determinante, ocurre fuera.
Lo más importante que ha ocurrido en Siria en las últimas semanas ha ocurrido, en efecto, en Ucrania. El forcejeo ruso-estadounidense –a partir de una situación en la que muchos han querido reconocer similitudes– prolonga en Ucrania el eco de esa falsa guerra fría que comenzó en Siria y que desde Ucrania se proyecta de vuelta a Siria. Como ninguna omnipotencia puede controlar completamente a la gente y como tampoco puede desdeñarse el elemento “ideológico” en las decisiones de los poderosos, no cabe excluir una deriva trágica, pero en principio todo apunta a que Rusia y EE UU, obligados por la interdependencia económica y por intereses comunes en otros conflictos, se sentarán a negociar sobre Ucrania.
¿Cómo afectará esto a Siria? Siria es una carta que Rusia, escaldada en Kiev, no dejará de jugar. De momento ha anunciado un refuerzo de su ayuda al régimen de Bachar Al-Assad así como una suspensión de su colaboración en el programa de desarme químico de Damasco. EE UU, por su parte, se replantea su timidísima política de apoyo a los rebeldes, insinuando la posibilidad de mandar armas a los grupos que combaten contra Al-Assad.
“Diálogo interno”
La posibilidad de que se celebre una tercera ronda de conversaciones –un Ginebra-3– parece ahora mucho más lejos. Así lo expresan las declaraciones de Walid Al-Moallem, el ministro de Exteriores sirio, quien daba por supuesta, con cínico humor negro, la inminente “dimisión” de Lajdar Brahimi, el enviado de la ONU, y llamaba a la celebración de un “diálogo interno” entre “patriotas”, sin “presiones exteriores” ni “terroristas”, consciente de los cambios en la escena internacional y de la ventaja militar del régimen sobre el terreno.
La otra cosa importante que ha ocurrido en Siria ha ocurrido en el Golfo. Las fuertes divisiones dentro del Consejo de Cooperación del Golfo han llevado a Arabia Saudí, Bahréin y Emiratos a llamar a sus embajadores en Qatar al tiempo que, siguiendo los pasos de Egipto, declaraban “organización terrorista” a los Hermanos Musulmanes (junto con Hizbullah, Yabhat-Nusra e ISIS). Entre otros contenciosos, esta otra guerra fría entre potencias sunníes, menos conocida, tiene que ver con la financiación de grupos rebeldes en Siria y la manipulación interesada del curso de la guerra, junto con la amenaza que los Hermanos Musulmanes representan para los regímenes dictatoriales del Golfo. Sobre el terreno, al retroceso de los yihadistas de ISIS en favor del “moderado” Frente Islámico, cuya influencia se disputan Arabia Saudí y Qatar, se une la debacle del Ejército Libre Sirio. La destitución de Salim Idriss, su jefe de Estado Mayor, ha provocado un conato de insubordinación interna a duras penas conjurada tras la intervención de Ahmed Jarba, dirigente de la Coalición Nacional Siria.
La crisis en Ucrania, en cualquier caso, no sólo ha eclipsado todos estos conflictos subsidiarios, sino, mucho peor, ha desalojado de la atención pública la situación interna de Siria. Un reciente informe de la ONU denunciaba atroces crímenes de guerra y contra la humanidad cometidos por algunos grupos rebeldes, pero sobre todo por el régimen, responsable primero y último de la guerra siria: asedios medievales por hambre, torturas, violaciones, bombardeos sistemáticos de población civil. En Homs, en Alepo, en la periferia de Damasco, más de 250.000 personas están obligadas a escoger entre la rendición o la muerte por inanición. Otro tanto les ocurre a los 20.000 refugiados palestinos que quedan en el campamento de Yarmouk, donde se han reanudado los bombardeos tras la muy provisional y muy precaria tregua que permitió sacar a algunas personas e introducir algunos alimentos. Los palestinos, víctimas universales, acaban pagando siempre los platos rotos.
Como escribía la filósofa Simone Weil durante la guerra civil española, en una guerra civil sólo hay “dos clases sociales”, la de los que tienen armas y la de los que no tienen armas; y los que las tienen se comportan con los que no las tienen como los ricos con los pobres o los amos con los esclavos. Los que no las tienen suelen ser mujeres, niños, ancianos, enfermos; es decir, los más sensatos o los más débiles, expuestos a todos los abusos y todas las agresiones. La población de Siria, con sus millones de refugiados, sus cientos de miles de muertos, sus decenas de miles de presos y desaparecidos, sigue clamando al cielo mientras la falsa guerra fría ruso-estadounidense en Ucrania –tan falsa y tan peligrosa– no sólo oculta sus gritos, sino que amenaza además con agravar su suerte.
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