ANÍBAL MALVAR
Las mentiras funcionan. Da igual lo burdas que sean, porque funcionan. Desgastan. Minan. Cavan trinchera. Arraigan en la población. Se propagan contagiosamente. La mentira, o como poco la hipérbole malintencionada, es un buen negocio. Vende periódicos. Arrodilla a la gente frente a la tele. Vocifera a todo volumen en la radio.
Todo esto ya lo sabíamos. Pero el nivel de mendacidad barata al que estamos llegando no se había visto ni en las versiones más cutres del Pinocho. Si no fuera tan peligrosa, la mentira, tal como se ejerce en la actualidad, nos procuraría hasta risa y regocijo. De puro basta. De puro zafia.



Ahora las mentiras ya no son tan ginecéicas. Hablan de aviones y mascarillas, conceptos que incluso el más osado de los futuristas antiguos renunciaría a versificar. Se echan de menos las flores.
Otra cosa es que consideremos que, en estos tiempos en que la información es supervivencia, se puedan consentir tales atropellos a la deontología, al derecho a estar informado para no ser contagiado o contagiar, a la necesidad viral y vital (a vida o muerte) de saber si nuestros gobernantes nos están engañando o se están equivocando humanamente, buenamente (parece que no existe ninguna otra opción).
¿Son crímenes las mentiras periodísticas en estos tiempos? Si no lo son, lo parecen. Inventarse un informe del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) que cuestionaba la acción del Gobierno, como hizo ABC la semana pasada, invita al incumplimiento de las normas dictadas desde los órganos democráticos de representación popular: si no creemos al gobierno, jamás estornudaremos en el codo. El propio CSIC tuvo que obligar a ABC a rectificar. Nunca existió ese informe. Pero, a los torcuatianos dueños del provecto periódico, que les quiten lo vendido.
Tenenos una legislación que castiga la ofensa religiosa, pero no la ofensa a nuestra inteligencia. Sería peligroso legislar más cualquiera de las dos. Odio cualquier límite coercitivo. Pero, por lo menos, que nos mientan con flores.
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