José Antonio Bastos
Presidente, Médicos Sin Fronteras España
Hablar de VIH/sida hoy día es volver la vista hacia el África subsahariana, porque allí se concentra el 70% de las personas que viven con el virus. Sin embargo, en esta vasta área, que abarca prácticamente todo el continente, conviven realidades muy distintas.
Por un lado, en los países más afectados por la pandemia, como por ejemplo Lesoto o Suráfrica, donde el 23,3% y 17,3% respectivamente de los adultos están infectados por el virus, la situación ha cambiado drásticamente en los últimos 13 años, con progresos que han permitido aumentar exponencialmente el porcentaje de personas con acceso a la terapia antirretroviral, un tratamiento que permite transformar una sentencia de muerte en una enfermedad crónica y manejable. A pesar de estos avances, las miles de muertes evitables que siguen teniendo lugar en estos países no nos permiten darnos por satisfechos.
La otra realidad a la que nos enfrentamos es la que viven los enfermos de VIH/sida en el África Occidental y Central, en países donde la prevalencia es mucho más baja pero donde los servicios de atención para los enfermos son erráticos o casi inexistentes. Son países como Sudán del Sur, República Centroafricana o Guinea-Conakry -con prevalencias inferiores al 5%- donde nuestros médicos vuelven a hacer frente a lo que ya vivimos en el sur de África hace dos décadas: altos niveles de estigmatización y discriminación, incluso por parte del personal médico, falta de acceso a pruebas de diagnóstico y a tratamiento, pacientes llegando muy tarde y muy enfermos hasta los hospitales, poquísimos programas para prevenir la transmisión del virus de la madre al hijo, y así un largo etcétera. Allí estamos, una vez más, de vuelta a la casilla de salida.
Según ONUSIDA, a finales de 2011 solo un 34% de las personas que lo necesitaban recibían tratamiento antirretroviral en África Occidental y Central; el porcentaje más bajo de todo el continente. Este número sería todavía más bajo si aplicáramos las nuevas guías de tratamiento que la Organización Mundial de la Salud aprobó en 2013 y que, basándose en las últimas evidencias científicas, recomiendan empezar a tratar antes a los enfermos.
¿Por qué esta falta de acción? En muchos casos, se trata de países afectados por conflictos o inestabilidad política, con gobiernos frágiles y sistemas de salud débiles que, o no tienen voluntad política, o no tienen los medios necesarios para hacer frente a esta situación. Veamos el ejemplo de la República Democrática de Congo, donde la gran mayoría de la población sufre una desesperada falta de acceso a los servicios de salud, ya que muchas instalaciones médicas no funcionan o no proveen servicios para pacientes con VIH. La inseguridad y el conflicto limitan las actividades médicas en muchas zonas, además del daño directo que causan a la población. En este contexto, enfermedades como la malaria, el cólera o el sarampión causan la gran mayoría de las muertes. En contextos así, las personas infectadas con VIH no reciben casi ninguna asistencia y en contextos así, nos toca una vez más demostrar que se puede hacer mucho más.
En 2008, Médicos Sin Fronteras empezó a dar tratamiento para el VIH en la República Centroafricana. Durante los primeros meses no teníamos máquina de CD4 (que nos permite saber cómo ha afectado el VIH al sistema inmunitario) y teníamos que empezar a dar antirretrovirales basándonos en la valoración clínica del paciente; empezábamos a tratar a los pacientes que se encontraban en los estadios 3 y 4, es decir cuando la enfermedad ya está muy avanzada. Aún con todas las dificultades, muchas de las estrategias de atención de los países de alta prevalencia también sirven para estos contextos.
Por ejemplo, la descentralización de la atención para acercar lo más posible el tratamiento al paciente, o lo que se conoce en inglés como task shifting (intercambio de tareas) que promueve que sean enfermeros y no médicos los encargados de iniciar y seguir el tratamiento con ARV para hacerlo más viable. También simplificamos al máximo nuestros protocolos e integramos la atención al VIH dentro de los otros servicios de salud. Los resultados son comparables a los obtenidos en contextos más estables, con beneficios claros para comunidades y pacientes en términos de acceso al tratamiento. En dos de los proyectos donde se empezó a dar antirretrovirales, más del 70% de los pacientes continuaba en tratamiento a finales de 2012.
Para extender programas como el de República Centroafricana y llegar a más personas y en otros contextos, estos países necesitan un apoyo financiero mucho más contundente por parte del Fondo Mundial para la lucha contra el Sida, la Tuberculosis y la Malaria. Y volvemos a estar en un momento clave en cuanto a la financiación: la próxima semana, se celebra en Washington una crucial reunión de reposición de fondos. Los financiadores internacionales y países donantes deben aportar, como mínimo, los 15.000 millones de dólares que el Fondo ha planteado como objetivo para financiar su trabajo contra estas tres enfermedades para el periodo 2014-2016. Sin este apoyo financiero, muchos de los países en África Occidental y Central, que han avanzado muy poco en el tratamiento del VIH/sida, no podrán revertir esta situación.
Mención aparte merece España, que hasta 2009 había sido uno de los principales donantes del Fondo, y que desde entonces ha reducido sus aportaciones hasta dejarlas a cero: esperamos que reanude un apoyo que había sido crucial.
La lucha contra el sida no ha terminado y de hecho, en algunos países solo acaba de empezar. En los últimos años se ha avanzado mucho pero no podemos bajar la guardia, por el beneficio de las personas que ya están en tratamiento, pero también por los 18 millones de personas que aún lo están esperando.
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