Carlos Sánchez
Sólo la modorra, y hasta la indolencia, con que el sistema político se enfrenta a la baja calidad de la democracia española puede explicar que ningún senador, ni siquiera el presidente de la Cámara Alta, haya salido a defender la institución tras reconocer el ya exsenador Granados que allí no se da un palo al agua.
O expresado de forma igualmente coloquial. Que el Senado no sirve más que para apretar un botón, según expresó el antiguo protegido de la cazatalentos Esperanza Aguirre con fina ironía. Y aunque se desconoce si el exsenador Granados devolverá al erario público lo cobrado durante dos años de evidente ociosidad y holgazanería, no le falta razón. El Senado, como todo el mundo sabe, es una canonjía.
Su argumento, en todo caso, recuerda a lo que el jefe de un submarino alemán le espetó a un joven marinero en la película Das Boot. ‘Tranquilo, no nos pueden hundir más porque ya lo estamos’.
Ese es, en realidad, el drama de la democracia española. El colapso institucional provoca un hecho insólito. Los actores de ese inmenso teatro de las apariencias en que se ha convertido la política: diputados, senadores, concejales, magistrados o altos cargos de la Administración, conocen mejor que nadie que el sistema político necesita ponerse al día para no caer atrapado bajo la ruedas de la historia. Pero, desgraciadamente, sólo afloran las críticas cuando forman parte de un proceso autoexculpatorio o cuando se ha abandonado la actividad política. Hasta el extremo de que nadie protesta cuando a un político elegido por el pueblo -donde reside la soberanía- se le sanciona por no seguir los dictados de la mayoría, cuando la Constitución prohíbe de forma taxativa el mandato imperativo, lo que impide cualquier sanción que vaya contra la conciencia de un electo.
No se trata de una cuestión menor. La prohibición del mandato imperativo forma parte del núcleo de los Estados constitucionales, toda vez que en el antiguo régimen la función representativa tenía un carácter formal. Sin embargo, con el nacimiento de los nuevos Estados liberales, desparece el mandato imperativo, precisamente porque el electo está avalado por el sufragio popular y, por lo tanto, ninguna organización puede impedir que el designado por el pueblo vote en conciencia. No ocurre así.
En público y en privado
En la política española se ha instalado una especie de ley del silencio que impide decir en público lo que se piensa en privado. Lo cual forja una inmensa pantomima. Si la opinión pública conociera lo que piensan en privado muchos de sus representantes, es probable que el sentido del voto fuera muy distinto.
Existe, en este sentido, un documento impecablemente bien argumentado que refleja cómo se oculta la realidad. Lo redactó hace unos meses la Asociación de exdiputados y exsenadores de las Cortes Generales, una organización que nació hace casi dos décadas, y cuyos redactores dicen ahora las verdades del barquero. En uno de sus últimos informes, por ejemplo, se incluye un párrafo impagable.
“El político incompetente que carece de valores e ideas”, asegura, “solo sabe exagerar y acusar”. Y en coherencia con este razonamiento, se ha instalado una “espiral destructiva” entre los responsables políticos que da una sensación generalizada de “corrupción y descontrol público”. La consecuencia de este ruin comportamiento (el célebre ‘y tu más’), provoca un ejercicio del poder “temeroso y sin coraje para la toma de decisiones”. Hasta el extremo, habría que añadir, de que ninguna decisión se toma al margen del ‘dedo divino’, que diría Aguirre, como si ella no formara parte de esa ceremonia de la mediocridad en que se ha convertido la cosa pública.
Como si ella no hubiera seguido al pie de la letra aquella vieja máxima de Maquiavelo, quien sostenía que cuando el príncipe está al frente de sus ejércitos y tiene que gobernar a miles de soldados, es necesario que el monarca no se preocupe de si tiene fama de cruel entre sus huestes, ya que sin ella nunca podrá disponer de un ejército unido y disciplinado. Y en eso estamos. El problema es que el florentino se refería a un país del antiguo régimen.
Y por eso conmueve que prácticamente ningún político denuncie la raíz del problema, que no es otra que la ausencia de democracia en los partidos con probabilidades reales de gobernar. Tanto en la ‘era Zapatero’, cuando un puñado de iluminados tomó la Moncloa por medios democráticos, como ahora. Con un Rajoy convertido en un vulgar oligarca de partido. Nada se mueve sin que lo diga el líder, el encargado de confeccionar las listas electorales. Él mismo es hijo de esa forma de hacer política.
El ganador se lo lleva todo
El resultado, como no puede ser de otra manera, es que el actual régimen de partidos ha acabado por expulsar del sistema político a la ciudadanía. Nadie con dos dedos de frente querría participar en un sistema en el que el ganador, como en la canción de ABBA, se lo lleva todo.
No es para menos teniendo en cuenta, además, que ejercer la política -mal pagada y peor considerada- se ha convertido en un oficio bajo sospecha.
Se ha llegado a esta percepción no porque los ciudadanos lo vean así de forma natural, sino porque son los propios políticos los que han creado un sistema cerrado del que sólo despotrican cuando son expulsados de los meandros del poder. Y lo que es todavía peor, se confunde partido y Gobierno como si se tratara de una simbiosis perfecta, cuando la ausencia de autonomía de cada una de las dos partes, lo que hace es empobrecer el debate político. Aunque no sólo eso. Como se ha comprobado en el caso del PSOE, una nefasta acción del gobierno puede destruir un partido durante una generación. Algo impensable en países en los que el partido desaparece entre elección y elección, pero que en el interregno es capaz de garantizar que el sistema de selección de líderes se hace por cauces democráticos.
En el citado documento de los exparlamentarios existe, en este sentido, un párrafo clarificador que parte de una realidad obvia. “Nos encontramos”, se asegura, “con un evidente agotamiento y deterioro de los mecanismos de reclutamiento” de los dirigentes políticos, y eso ha derivado en un permanente “asalto al poder interno”, produciendo maquinarias que, “si no ejercen el poder o incluso detentándolo, dedican dos tercios de sus esfuerzos al rozamiento interno”.
O lo que es lo mismo a conspirar o a entregarse a las televisiones de madrugada para recabar apoyos que no logran en el partido por ausencia de mecanismos que canalicen el debate democrático.
El exsenador Granados refleja como nadie esas miserias de la política. Hay sospechas fundadas de que alguien en su partido ha conspirado contra él, pero él mismo, en lugar de haberlo denunciado públicamente cuando correspondía, calla. Y no sólo eso, en un ejercicio de hipocresía conmovedora, todavía no ha dicho con pelos y señales de dónde procede su dinero en Suiza más allá de vaguedades infantiles.
Ese es, en realidad, el problema de fondo. No se puede construir una democracia sin demócratas. Así de fácil.
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