Jordi Angusto
Economista asociado a econoNuestra
El fin del trabajo humano y su sustitución por máquinas es un apocalipsis que se anuncia y no llega desde el inicio de la revolución industrial, y que hoy vuelve con fuerza ante la creciente robotización y automatización de tareas y el gigantesco autoservicio de Internet.
Y es cierto: para hacer las cosas que hacíamos ayer, hoy hace falta mucha menos gente trabajando que antes. ¿Pero hacer más y nuevas cosas?
Si aceptamos el trabajo como un castigo bíblico, la historia de la humanidad desde su expulsión del paraíso se puede resumir, casi, como la de una lucha aparente para trabajar menos, minimizando progresivamente el esfuerzo necesario para hacer lo que sea, pero que muy rápidamente venía acompañada por el deseo de hacer y obtener nuevas cosas que requerían los esfuerzos previamente liberados.
La industrialización del campo “liberó” a millones y millones de campesinos que casi al mismo tiempo pasaban a trabajar en la industria para la producción de objetos que poco antes no existían o que sólo disfrutaban una minoría. Y este ha sido hasta la fecha el proceso que ha seguido toda automatización que ha permitido aumentar la productividad del trabajo: liberarlo en un lugar para que muy rápidamente se utilizara en otro y hacer crecer la riqueza material con la aparición y distribución de muchos más objetos.
Aún es más: allí donde más se avanzaba técnicamente, más crecía el empleo y no al contrario. Nuestro muy alto paro actual, por ejemplo, también es el resultado de una eficiencia productiva inferior que la de la hegemónica Alemania, y de ahí nuestro déficit comercial y la deuda acumulada mientras escondíamos tras la burbuja inmobiliaria un hecho que hoy se pretende resolver, equivocadamente, bajando los salarios en lugar de mejorar la eficiencia tecnológica y organizativa. Porque hoy como ayer, los procesos más eficientes, que son siempre los tecnológicamente más avanzados, desplazan y echan del mercado a los que lo son menos, y, en consecuencia, los primeros atraen empleo mientras que los segundos lo destruyen.
El hecho de que, desplazamiento de ocupación aparte, siga habiendo o no trabajo para todos los que lo quieran depende exclusivamente de si queremos más y nuevas cosas donde aplicar el trabajo liberado por el progreso tecnológico, o de si tenemos suficiente de todo y en consecuencia preferimos más tiempo de ocio, que tampoco estaría tan mal si la distribución de la riqueza permitiera dicha elección a todo el mundo.
De los pueblos aborígenes sabemos, gracias a los estudios de los antropólogos, que con un máximo de cuatro horas de trabajo diarias tenían suficiente para recolectar y cazar lo necesario para sobrevivir. Por lo tanto, si trabajamos más horas es por sobrexplotación, siempre que hagan falta más de dichas cuatro horas para sobrevivir, o por voluntad y deseo. La misma voluntad y deseo que nos empuja a subir a los picos más altos y a bajarlos lo más rápido posible sobre unas maderas.
Hacer cuantas más cosas mejor no es, en definitiva, ninguna condena bíblica ni tampoco de allí de dónde venimos era el paraíso, que en todo caso intentamos ir encontrándolo convencidos de que no está al final del camino sino en éste.
Cierto que también hace falta que haya hitos que alimenten el deseo de ir yendo. El automóvil, por ejemplo, fue durante muchos años un objeto de deseo que empujaba la demanda y, por tanto, la producción y el empleo. Pero hoy en día, en Occidente, el número de vehículos por cada mil personas ha empezado a decaer. En parte por la crisis y en gran parte por haber dejado de ser el objeto de deseo que había sido.
Quién sabe si el nuevo objeto de deseo no será un vehículo personal volador. En todo caso, sea éste u otro, mientras que lo haya seguirá habiendo trabajo que absorberá el que se libere allí donde más se automatice. Y si no, más ocio y repartir el que haya.
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