Fernando Soler Grande
Médico y secretario,
Asociación Derecho a Morir Dignamente (ADMD)
El debate sobre la despenalización de la eutanasia se ha desarrollado desde antiguo con escasos cambios argumentales en ambos sentidos. Ni siquiera el argumento estrella en su contra: la famosa "pendiente resbaladiza" ha perdido presencia tras evidenciarse que, en doce años de eutanasia en Europa y diecisiete de asistencia médica al suicidio en Oregón, no se han producido ninguno de los desastres a que, supuestamente, estaban abocadas las sociedades permisivas. Aunque los datos demuestran que quienes piden la eutanasia no son ancianos abandonados o presionados por un entorno hostil sino, muy mayoritariamente, personas lúcidas con acceso a cuidados paliativos, se sigue apelando al miedo para impedir la legalización de la eutanasia.
Este argumento de "la pendiente" tiene el claro objetivo de evitar la verdadera cuestión a dilucidar: si la decisión de poner fin a la propia vida es admisible en una sociedad no teocrática. Responder, es tomar posición sobre la propiedad de la vida. Si somos dueños de nuestra vida, parece deducible que como mínimo en aquellas situaciones en que a juicio de quien lo padece existe un sufrimiento que hace la vida no deseable, una sociedad democrática y plural está obligada a minimizar dicho sufrimiento desde el máximo respeto a la dignidad del interesado, que se concreta en su autonomía, su libertad para decidir el modo en que quiere vivir su final. Pretender que la única opción moralmente aceptable son los cuidados paliativos es no entender la autonomía de las personas; cuando no, un servicio a intereses inconfesados.
Porque sólo desde una concepción religiosa que considere la vida como don divino que no nos pertenece, cabe afirmar que sea irrenunciable aun percibiéndose como un mal. En todo caso, siendo esta concepción legítima, no puede pretender imponerse al conjunto de la sociedad. Sencillamente porque en asuntos de moral cívica nadie está legitimado para imponer sus creencias como si de doctrina se tratase. Uno es libre de no sentirse propietario de su vida pero no de negarles esa propiedad a los demás, convirtiendo el derecho a vivir en la obligación de vivir en cualquier circunstancia.
Quien dude sobre la conveniencia de despenalizar la eutanasia, sólo tiene que analizar qué organizaciones se oponen a ella. Se encontrará con la jerarquía católica, especialmente sus grupos más fundamentalistas que parecen dispuestos a monopolizar tanto los cuidados paliativos como la ética médica oficial y aquellos sectores médicos que siguen considerando su propia ética superior a la del paciente a quien deberían servir. Médicos que se creen obligados a la defensa de la vida en abstracto y no al servicio del ser humano enfermo desde el respeto a su autonomía y dignidad. Quienes han tenido ocasión de tratar con esa clase de médicos, saben de qué hablo.
Precisamente porque las ciudadanas y ciudadanos somos conscientes de la dominación en que pretenden mantenernos esos poderes fácticos, todas las encuestas realizadas en España muestran que, independientemente de su opción política o religión, la población está muy mayoritariamente a favor de su derecho a decidir cómo vive su final.
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