Esta es la historia de María y su marido, y de un viaje que muestra la precaria situación en la que viven los hijos de marroquíes nacidos en Ceuta y Melilla, que no pueden acceder a la península
Un migrante mientras utiliza el agua que los voluntarios de la No Name Kitchen proporcionan a diario en Serbia. DIEGO MENJIBAR
DIEGO MENJÍBAR
SOFÍA CAAMAÑO
María lleva dos de sus 22 años viajando, aunque el país desde el que salió es el mismo al que ha querido llegar. Ha pasado por Turquía, Grecia, Macedonia, Albania, Montenegro, Serbia, Bosnia, Croacia, Eslovenia e Italia. Su meta: España. La paradoja: ha nacido y crecido en Melilla, ciudad autónoma española en territorio marroquí desde 1995. Está cansada. Su cuerpo es una cartografía de todo el sufrimiento por el que ha pasado —y sigue pasando— desde que inició la ruta de los Balcanes escapando de la precariedad en la que viven los jóvenes nacidos en Melilla de padres marroquíes.
Ha nacido y crecido en España, pero no tiene documentos y, por lo tanto, no tiene derecho a acceder a un empleo digno. Durante su vida trabajó de forma ilegal en una ciudad que encabeza junto con Ceuta, según datos de Eurostat en 2018, la lista de regiones europeas con mayor tasa de paro juvenil, un 66,1%. Ahora, lo que quiere es llegar a la Península para aprender, trabajar y tener una vida tranquila: “Hay mucha gente en Melilla como yo, pero no conozco a nadie más de allí que esté haciendo la ruta de los Balcanes para llegar a España”.
No lo conoce María ni tampoco Verónica Barroso, responsable de Relaciones Institucionales y portavoz para temas de relacionados con la crisis de refugiados de Amnistía Internacional: “Una niña nacida en Melilla debiera tener derecho a regularizar su situación y a tener los papeles en regla, y más en su caso particular y único, que ha pasado 20 años en España”, cuenta. Lo que hace distinto el caso de María es que es el único que se conoce de alguien nacido en Melilla que inicia un proceso migratorio para volver a llegar al mismo país del que salió. Su falta de información, de oportunidades y su situación socio-familiar la empujaron de forma desesperada a huir con su marido. Cada vez es más frecuente que marroquíes y argelinos intenten entrar a Europa desde Turquía, huyendo de los peligros del mar, de la falta de oportunidades en sus países y de la persecución hacia todos aquellos que son críticos con el régimen.
María tenía 14 años cuando empezó a trabajar de limpiadora de casas en Melilla. Huyó porque no tenía a nadie que la ayudara a conseguir los documentos, pues sus padres no se hicieron cargo de ella: “Yo no fui una niña como las de allí, estaba sola, desinformada y muy dolida”, cuenta. Una pequeña que no se encuentra entre las 4.820 personas que cruzaron la valla de Ceuta y Melilla en 2018, según el informe de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). “El grado de apartheid en el que vive mucha gente en Melilla es bestial. No me parece raro que una de esas personas coja y se vaya, tanto en una patera o como sea. En el caso de María, hacia Turquía”, explica José Palazón, activista con más de 20 años de experiencia en la zona y especializado en los derechos y escolarización de los Menores Extranjeros No Acompañados (Menas) en la ciudad a través de la asociación Prodein. “Si hubiese nacido en la Península, María sería hoy ciudadana española. En Melilla eso no se cumple”, agrega.
La situación de los marroquíes en Ceuta y Melilla es particular. El artículo 17 del Código Civil dice que una persona tiene nacionalidad española si sus padres han nacido en España o si puede probar arraigo laboral, social o familiar en el territorio. Al poder estos ciudadanos entrar y salir de las ciudades autónomas libremente hacia Marruecos, es muy difícil para ellos demostrar la residencia. Ante la ley, María es ciudadana marroquí a pesar de haber nacido, crecido y echado raíces en España. “Debido a los acuerdos de cooperación entre España, Marruecos y Argelia, y las dificultades en la valla fronteriza, se produce un efecto disuasorio a los que intentan entrar por la frontera sur. Tenemos conocimiento de que muchos marroquíes y argelinos vuelan a Turquía y emprenden la peligrosa ruta de los Balcanes”, explica Barroso.
Los marroquíes no necesitan visado para volar a Turquía y prefieren emprender esta ruta antes que exponerse a los peligros que supone atravesar el mar Mediterráneo. A pesar de la falta de cifras oficiales acerca de cuantos marroquíes y argelinos emprenden esta ruta, según un informe de Acnur publicado el pasado enero, en 2015 murieron en el mar 1 de cada 269 personas que intentaban cruzar. En 2018 pasó a ser 1 de cada 51 las personas fallecidas. La alta mortalidad de esta ruta provocó que en 2018 el número de migrantes que intentan cruzar por mar se desplomara. Según Acnur, Bosnia y Herzegovina registró en 2018 alrededor de 24.100 llegadas por los Balcanes Occidentales en busca de nuevas rutas hacia la Unión Europea.
María viajó con su marido Zacarías, natural de una pequeña aldea cerca de Nador. Desde Marruecos volaron a Turquía con los ojos puestos en España. 3.199 kilómetros separan Estambul de la Península, contra los 130 que hay desde Melilla, pero el viaje en patera es peligroso y ella no quiso ser una de las 8.000 personas que han llegado a las costas españolas hacinadas en pequeños barcos en lo que va de año, ni tampoco uno de los 137 cadáveres —según cifras de la OIM en 2019— que se descomponen olvidados en el fondo del mar de Alborán. Se pasaron un año trabajando en Turquía como guías turísticos y de ahí decidieron seguir adelante por Grecia. Al llegar a territorio griego los detuvieron, los desnudaron y los encarcelaron durante cinco días. “Nos pasamos todo este tiempo en prisión sin comida ni agua y tan solo nos dejaban ir al baño una vez al día”, cuenta.
Tras ser liberados, trabajaron tres meses recogiendo tomates en el país heleno, algo muy común entre los refugiados que llegan allí. De Turquía a Grecia cruzaron con una pequeña embarcación a través del río Evros. Desde el momento en que alguien les ayudó, María y Zacarías siguieron sorteando fronteras a través de montañas con el GPS de su teléfono móvil. “En las montañas hay menos policía. El camino es más duro, pero es más difícil ser descubiertos”, indica la mujer. Sin embargo, es muy frecuente que los refugiados atraviesen los países pagándole a las mafias. Según Enrico Pascatti, voluntario de la organización No Name Kitchen en la frontera serbo-croata, “la mayoría de los migrantes pagan cantidades de hasta 6.000 euros para que la mafia los esconda en camiones y así consigan entrar en el espacio Schengen”.
María quedó embarazada, y decidió que daría a luz en España. Siguieron. Caminaron entre montañas. Uno de esos pasos resultó fatídico: cayó y perdió al bebé. Retrocedieron y ella ingresó en un hospital griego: dos semanas de hemorragias constantes y dos más de recuperación. Y siguieron la marcha. Llegaron a Albania y cayeron en manos de la mafia que les marcará de por vida: “Estábamos durmiendo dentro de un campo y, de repente, un grupo de personas entró en nuestra habitación, nos intentaron robar, nos resistimos y nos rajaron todo el cuerpo con una cuchilla de afeitar”. Durante la entrevista, su marido se gira y muestra una nuca en la que la carne clara de una herida no lejana marca la frontera entre su cabello y el resto de su espalda. Otra cicatriz larga, paralela a su columna, dibuja el duro camino que los refugiados tienen que atravesar para llegar a Europa ante la inexistencia de vías seguras y legales.
Un grupo de personas entró en nuestra habitación, nos intentaron robar, nos resistimos y nos rajaron todo el cuerpo con una cuchilla de afeitar
Después de ser atacada por la mafia, se recuperó en un hospital de Albania. María asegura que allí la trataron bien. Sin embargo, según Nuria Echave, neumóloga y voluntaria médica de No Name Kitchen en la localidad serbia de Sid, afirma que el trato sanitario hacia las personas refugiadas en los centros de salud de la ruta de los Balcanes no siempre es el mejor: “Durante el tiempo que estuve trabajando allí me di cuenta de que a veces hay gente que quiere ayudar, pero no les dejan. Si no se trata de una emergencia vital, y eso quiere decir que aunque el paciente se esté prácticamente muriendo, no los van a atender”.
Nuria trabajaba atendiendo los primeros auxilios de los migrantes que viven en las calles o en edificios abandonados esperando su oportunidad para entrar en la Unión Europea. “A nivel profesional te atienden con todos los recursos que tienen, pero en ocasiones se puede entrever en el trato personal que existe un componente discriminatorio”, asegura.
Para María, las ansias de vivir han pesado más que las dificultades del camino. Tras recuperarse en el hospital, continuaron su viaje hacia Montenegro. Dos días y dos noches caminando por la montaña. “Atravesamos así las fronteras, por el bosque, porque sabemos que la policía no controla tanto estas zonas”. Otro país, Serbia; otro más a través del cual se vio forzada a pasar para intentar llegar a la misma casilla de salida. Llegaron a Sid, en la frontera serbo-croata, uno de los enclaves más peligrosos para los refugiados debido a la brutal violencia policial ejercida por las autoridades de ambos países.
Tras varias semanas estancada en este pequeño pueblo fronterizo decidieron ir a Bosnia y desde allí lograron entrar en Croacia, donde se pasaron al menos un mes. En una de las ocasiones que intentó entrar en Eslovenia, quisieron deportarla a Bosnia, pero ella suplicó para que la dejaran quedarse en el campo en el que vivía en Zagreb. Tras meses estancada en los Balcanes, logró cruzar a Italia. Allí, dice, intentó encontrar un trabajo que la ayudara a reunir el dinero necesario para cruzar a España. “Debido a la inexistencia de vías legales y seguras y por las políticas migratorias europeas adoptadas en los últimos años, se han ido cerrando rutas y vías y dificultando la llegada. Entonces, no les queda otra que tomar estas rutas peligrosísimas en las que no hay ningún tipo de protección”, explica Barroso de Amnistía Internacional.
Durante su viaje, María pasó las noches unas veces en la calle y otras en campos oficiales o en antiguas casas abandonadas en las distintas ciudades por las que transitaba, pero no durmió. Mientras ella intentaba combatir su insomnio, el Gobierno de Melilla planteaba modificar los artículos 17.1b y 22.2 del Código Civil para ampliar de uno a diez años el requisito de concesión de nacionalidad española a los nacidos en territorio nacional de padres no españoles. Legalmente, María podría pedir la nacionalidad española tras haber pasado un año viviendo ininterrumpidamente en España, pero el gobierno local de Imbroda pide que se excluya del artículo 22 a las personas nacidas en España de padres extranjeros. “Melilla vive de no tener política migratoria, o de aplicarla totalmente a la inversa. Aquí lo que se aplica es una defensa de la inmigración: la política del palo y de la mafia”, sentencia Palazón.
Pero María, que no entiende de leyes, solo siguió caminando, cansada y decidida, hacia su destino, evidenciando con los kilómetros que lleva a la espalda que a pesar de que una ley esté establecida, no significa que sea justa. En el momento de publicar este reportaje, María y Zacarías finalmente lograron entrar en España tras un breve paso por Francia. Tras casi tres años de proceso migratorio, están felices por haber llegado, aunque su futuro siga siendo tan incierto como cuando salieron de Melilla.
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