Lidia Falcón
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Tantos son los comentarios y reacciones a mis dos anteriores artículos, como nunca antes había recibido de otros dedicados a temas políticos. Diríase que hay unos sectores sociales, sobre todo femeninos, ávidos de conocer, discutir y posicionarse sobre la sexualidad en tiempos actuales.
Ciertamente el Movimiento ha abandonado la enseñanza y el debate sobre la sexualidad femenina. Los pasados años se ha aceptado que ése era tema suficientemente conocido. La inundación de informaciones falsamente entendidas como liberales en esta cuestión han dado a la ciudadanía, inclusive a las mujeres que se consideran feministas, la convicción de que ya no hay nada más que aprender del arte amatorio. Lo que ha sido aprovechado por la industria del sexo para introducir en todos los ámbitos la pornografía y la prostitución.
El Capitalismo lo convierte todo en negocio lucrativo a través de la venta de la mercancía, incluyendo a los seres humanos. Y sobre todo los más débiles. Los niños y las niñas son abusados sexualmente, robados, vendidos y comprados. Y las mujeres, cuyos cuerpos son deseados por los hombres, están ahí para que sirvan de satisfacción del placer masculino a cambio de dinero.
La industria del sexo está más floreciente que nunca. Lo demuestra los negocios que continuamente se realizan sobre diversas actividades que tienen al sexo como mercancía: la prostitución, la pornografía, las revistas, las obras tanto llamadas de arte como de humor, en el cine, en el teatro, y no digamos en Internet, que constituyen un porcentaje importante del producto interior bruto en nuestro país. Es lógico que así sea puesto que el impulso sexual es una de las grandes motivaciones del ser humano, y su utilización perversa puede alcanzar grandes beneficios.
A la industria del sexo no le interesan ni las emociones ni las motivaciones extrañas al beneficio económico. Todo está en venta, la amistad, el amor, las preferencias y gustos sexuales. La fidelidad a unos principios, la coherencia en la conducta con los planteamientos ideológicos están desprestigiadas en la sociedad posmoderna en que nos encontramos.
Pero esta sociedad no sólo es posmoderna, es fundamentalmente patriarcal. Y en una sociedad patriarcal las únicas preferencias y gustos sexuales que se tienen en cuenta son los masculinos. Una de las importantes carencias que padecen las mujeres es la de que desde todos los puntos de vista, tanto de salud como cultural como emocional, sus preferencias no se tienen en cuenta ni por los expertos ni por los creadores de ideología ni lo que es ahora peor tampoco por las feministas.
Presas del síndrome de Estocolmo, aquel que describen los expertos como el que induce a la víctima a admirar a su verdugo e incluso a imitarle, las feministas, en las relaciones sexuales, se están dejando captar por los gustos y las preferencias masculinas. Pero no para llegar a comprender y aprender de las técnicas amatorias gratificantes que los hombres han inventado o adoptado en largos siglos de práctica, sino para aceptar del machismo más despreciativo de la mujer conductas que suponen la victimización e incluso la violencia contra ellas mismas.
Que la obra 50 sombras de Grey y la película que la siguió, más las sucesivas versiones que se hicieron, hayan sido los best sellers más importantes de los últimos años, especialmente para las lectoras y espectadoras femeninas, indica exactamente la situación que acabo de describir. Mujeres que se emocionan con la descripción de escenas de sadomasoquismo de una violencia extraordinaria en las que la víctima es la mujer, y que consideran, como la protagonista de la obra, que constituyen una manifestación de amor por parte del verdugo que la está maltratando, y que salían del cine llorando no por compasión ante la situación humillante que vive la protagonista sino por desear ser ellas las que hubieran obtenido la atención del galán.
La antigua novela romántica ha sido convertida en una mezcla de almibarado relato de paisajes, situaciones y personajes, con las más descarnadas descripciones de conductas sexuales agresivas con las mujeres. La pornografía a la que son aficionados millones de hombres marca las pautas del trato.
No sé si vuelven las viejas normas del patriarcado por las cuales el varón tiene unas preferencias y unas necesidades sexuales mucho más imperativas e irreprimibles que la mujer. Ésta ideología es la que justifica la prostitución. Si el hombre necesita con más frecuencia las relaciones sexuales y estas además han de estar bordadas por prácticas más sofisticadas e imaginativas que las que permite la moral nacional católica que nos influyó durante demasiados años, es natural que necesite para su satisfacción sexual más de una mujer y, sobre todo, otras que no mantengan la pacata actitud que aprendieron las generaciones mayores hoy de 40 años.
Pero esa ideología tan repetida durante la dictadura no tiene ninguna justificación hoy para diseñar las relaciones sexuales entre hombres y mujeres menores de esa edad. La liberalización de las costumbres aceptadas socialmente para que jóvenes que ni siquiera han llegado a la mayoría de edad mantengan relaciones sexuales libres y sin contrato matrimonial, las campañas feministas que hemos realizado durante cuatro décadas para difundir y enseñar a nuestra sociedad a considerar a las mujeres sujetos activos iguales en deseo que los hombres, los cambios fundamentales que se han realizado en nuestra legislación para exigir respeto a los varones en su relación con las mujeres y responsabilidades a los violadores y maltratadores, deberían haber borrado de las relaciones de pareja toda desigualdad de trato que suponga humillación, dolor o desprecio para la mujer.
Cuando ya ha transcurrido medio siglo desde las investigaciones de Johnson and Johnson en las que se demostró la mayor capacidad de la mujer para obtener placer repetidamente, en contra de la leyenda de la frigidez femenina, resulta ridículo, si no fuera preocupante, que todavía se difunda la idea del papel depredador del macho humano frente a la natural timidez de la mujer. Y lo que es peor aún, se le conceda a él el derecho a utilizar diversas mujeres para su satisfacción, con el beneplácito de ellas.
Cuando Alejandra Kolóntäi reclamaba el amor juego y pedía que no hubiera más Anas Kareninas, estaba exigiendo no solo desdramatizar la relación amorosa para las mujeres y libertad para realizarse sexualmente cuando ellas decidieran, sin depender de la exigencia del varón, sino también una relación grata de amistad y compañerismo, que nada tiene que ver con la dominación masculina.
Sería bueno que nuestras jóvenes feministas leyeran a Alejandra Kolontäi y a Kate Millet y mí misma. Para que aprendieran que el feminismo no se descubrió cuando ellas lo conocieron. Y sobre todo que el verdadero feminismo exige el máximo respeto a los seres humanos, en todas sus vertientes, y que por tanto la relación sexual y amorosa ha de estar regida por la colaboración mutua y la sinceridad.
Sin estas condiciones las nuevas generaciones de mujeres seguirán siendo engañadas por sus parejas.
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