ANÍBAL MALVAR
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Los franceses siempre han sido mucho más sinceros con su democracia que nosotros. Al menos, desde Vichy. Por eso no han sufrido pudor a la hora de nombrar presidente a un banquero, a alguien que nunca ha generado más riqueza que la suya ni se le conoce aporte ideológico o intelectual alguno. Ya que la oligarquía financiera nos gobierna, mejor ahorrarse el eslabón evolutivo del político/títere y que los banqueros, de una vez, se tomen la molestia de presentarse a las elecciones.
No ha sido un camino de rosas el que ha tenido que recorrer el pueblo francés para acostar al cambista Macron bajo el dosel del Elíseo. 450.000 franceses voluntarios se lanzaron al sacrificio desinteresado el día de noviembre de 2016 en que el amiénois anunció su candidatura. Fueron los ilusionados becarios gratuitos y sacrificiales de la nueva república francesa. Incansables, los 450.000 golpearon las puertas de cada palacio versallesco y de cada tugurio de banlieu anunciando al nuevo mesías, repartieron propaganda por las plazas, hiperventilaron inflando globos en los mítines, dieron el coñazo a sus compatriotas en los bistrots y en los veladores suplicando el voto para el apuesto bergante de guante blanco. Ah, La France.
Nada he leído sobre el perfil socieconómico o cultural de los 450.000 galeotes electorales de Macron. Pero estoy casi convencido de que había pocas marquesas. Sospecho que eran más burguesía y neoproletariado, que es como se le llama a la burguesía a la que han empobrecido esos mismos banqueros para los que ahora piden el voto. También habría obreros e inmigrantes, desconozco en qué proporción. Pero de lo que estoy seguro es de que no había marquesas. Las marquesas no llaman a los timbres ni con guantes.
Resulta paradójico que, en un mundo tan desigual, los pueblos democráticos se echen así en brazos de los responsables de esa desigualdad. De los banqueros, de los especuladores, de los explotadores transnacionales, de los macrones y de los Trump. Es la revolución al revés. Las hordas ya no asaltan el Palacio de Invierno, sino que entran a limpiarlo y no se vuelven a la chabola sin haber antes preguntado si se le ofrece algo más al señorito.
El caso es que el ilustrado pueblo francés ha inclinado su democracia a los pies de un banquero. En Wilde encuentro una posible explicación, como a casi todos los enigmas inútiles: “La razón de que todos pensemos tan bien de los demás es que nos asustamos de nosotros mismos”. Asustan tanto la libertad, el gobierno del pueblo, que votamos que nos los gestionen los que no son pueblo. A los que son todo lo contrario. Joder con la égalité.
La vocación original de la democracia como correctora de la desigualdad está tocando fondo con la misma naturalidad con que un gaiteiro toca una muiñeira. Lo dice un gallego. A su mal no calla con la musa, por decirlo en palíndromo robado a Adam Rubalcava. “Los errores de bulto son a veces menos visibles”, advertía Augusto Monterroso. Y cuanta más gente junta yerra, más desapercibido pasa el error (digo yo).
Esta Revolución al revés, que desde el pueblo encumbra a banqueros, no sé cómo acabará. Pero comparada con otras revoluciones francesas tiene mala pinta. No imagino a Delacroix borrando a la Libertad guiando al pueblo de su lienzo para sustituir su enjironamiento feroz por el impecable corte inglés de los trajes de Macron (solo de pensarlo me ha dado un sthendal: ¡las sales!).
Francia ha entregado la Bastilla a un banquero sin partido. Los viejos y jóvenes ex líderes socialistas franceses también han arrodillado su socialdemocracia ante el socioliberalismo macroniano, y sin ni siquiera cambiarse de partido. Dentro de poco no será Humans Rights Watch quien mida la calidad de nuestras democracias, sino Standard&Poor´s. Pobre Baudelaire. Sois charmante et tais-toi!*, vieja Europa.
*“Sé bella y cállate” (Sonnet d´automne).
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